sábado, 4 de enero de 2025

Roma eterna (2)

Por Daniel Link para Perfil

Es muy raro que los columnistas especializados en política no hayan explorado el acontecimiento que representa la película Megalópolis en la actual coyuntura argentina, tan inclinada a la réplica romana como la fantasía de de Francis Ford Coppola.

La película está organizada alrededor de dos ideales políticos, el de Cicero (representante de los optimates) y el del populista Catilina. No toma el mismo partido de las Catilinarias ni la de los historiadores clásicos en contra de Catilina, a quien presenta como el portador de una utopía escrita en piedra al final de la película, que contradice palabra por palabra las austeras certezas liberales.

La película es muy kitsch y megalómana (Coppola casi siempre lo fue). Pero nos obliga a revisar nuestras convicciones y nuestras lecturas. Particularmente dos, El 18 brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx y “Los romanos en el cine” de Roland Barthes.

En una de sus mejores mitologías, Barthes piensa a partir del Julio César de Mankiewicz la relación entre signos y significación. Encuentra que el flequillo que todos los actores lucen es emblema de “romanidad”. Califica a ese “signo intermediario” como índice de un espectáculo degradado, “que tanto teme a la verdad ingenua como al artificio total”. Por supuesto, en Megalópolis los romanos también lucen flequillos emblemáticos (son el fundamento del deliberado kitsch coppoliano: es impensable que en cuarenta años de preparación nadie le haya acercado ese artículo decisivo en la formación de los humanistas de todas las latitudes).

La romanidad evocada no es sólo cosmética sino política. La película resuelve en el plano de la fantasía lo que históricamente fue el fin de la República romana y su rendición al Imperio, que tantos sueños húmedos desencadena en los adolescentes (sino por edad, por ethos) que asesoran al actual gobierno argentino (en ese arco cinematográfico, la primera trilogía de La guerra de las Galaxias no ha sucedido).

La recurrencia a Roma como matriz de todo tránsito político actual es un poco falaz (baste señalar que la República no tenía una Suprema Corte, es decir, un Poder Judicial independiente como institución republicana).

En El 18 Brumario, Marx ya había denunciado el carácter completamente imaginario de esas identificaciones: “la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el ropaje de la República Romana y del Imperio Romano, y la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795”.

Con gran delicadeza, Marx subraya el papel que lo imaginario cumple en los procesos históricos, develando (precisamente por el carácter de la máscara que se use) lo que se esconde detrás.

En la “Introducción”, Marx se refiere a dos libros contemporáneos (uno de Victor Hugo, otro de Proudhon) que descalifica porque no dan con la clave necesaria.

Y concluye: “Yo, por el contrario, demuestro cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”. Fin.


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