sábado, 27 de septiembre de 2025

Las manos mágicas

por Daniel Link para Perfil

Mi hijo tiene 40 años recién cumplidos, mi nieta está por cumplir 8. Mi hijo estudia Ciencias Exactas en la UBA. Mi nieta va a segundo grado en una escuela privada. Ninguno de los dos sabe escribir en cursiva. Cada vez que veo a mi nieta le pregunto si ya ha aprendido (a escribir, pero también a leer). Me contesta con una mueca y creo que voy a desistir porque lo peor sería hacerle odiar la escritura manuscrita en cursiva. Pero a la madre no dejaré de taladrarle la cabeza: me parece completamente inaceptable que alguien termine segundo grado sin poder escribir cursiva. A mi hijo ya le he dicho que ahora entiendo por qué no pudo terminar filosofía. Se le hacía imposible tomar apuntes.

Es rarísimo que la gente no sea consciente de la importancia de la cursiva, que permite que el pensamiento corra más rápidamente, más acompasado al ritmo de la mano (del cuerpo). La cursiva permite tomar apuntes, pero además permite recordar mejor lo oído o leído, transformado mágicamente en escrito. La tosquedad de la letra de imprenta puede justificarse, pero es una letra que sale lentamente y que obliga a pensar en cada trazo.

Una vez mi hijo (todavía con 39 años) me mandó un fragmento de su escritura cursiva con la leyenda: “costó pero salió”. Lo que había salido es algo que a un chico de ocho años de mi generación le habría costado horas de trabajo en el hogar.

El rechazo a la cursiva, o su olvido, tiene un componente ideológico muy fuerte que reposa en la presunción (falsa) de que épocas de tecnificación acelerada, la gente puede prescindir de la mano para escribir.

Yo todavía me sorprendo cuando veo que la gente escribe en los teléfonos celulares con los pulgares, sosteniendo el aparato con ambas manos. Yo, desde que se inventó el swipe, sostengo el celular con una mano y deslizo el dedo índice sobre las letras de la palabra que quiero escribir, en una secuencia que es al mismo tiempo un trazo, una curva. No me sale siempre bien, pero tampoco a quienes recurren a sus pulgares.

En el ámbito profesional sucede lo mismo. Quienes hacen entrevistas para medios gráficos usan grabador y luego transcriben. Está bien, si se trata de asuntos que requerirán de prueba judicial, llegado el caso. Pero si la entrevistadora pudiera transcribir directamente lo que escucha, con abreviaturas y otros trucos propios de la cursiva, ganaría tiempo y, sobre todo, ya tendría un esquema mental de lo principal y lo secundario de ese intercambio. Rendidas al grabador, es como si escucharan por primera vez la charla. Lo he presenciado. Horrible.

Amigas madres, que tienen hijas, me dicen que la experiencia de la cursiva es muy despareja y que las primarias públicas suelen enseñarla con un poco más de rigor que las privadas, entregadas al progresismo (que se basa en una tontería como “si mi hija ya es rica, lo que queda demostrado por la cuota que pago, para qué forzarla a esforzarse)”.

Lo que es absurdo, porque la cursiva no es esforzada, sino fluida. Hay que aprender a trazar curvas, a enlazar elipses, a dejar que la mano baile en el aire. Hay que soltarse.

 

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