Anoche, milonga (Independencia al 500: la Marshall). Debemos haber sido los únicos que pagamos entrada y, sin embargo, no ganamos ninguno de los tratamientos de limpieza facial que se sorteaban. Como siempre, los mejores bailarines de Buenos Aires. Los giros y circunvoluciones pusieron frente a mis ojos, de repente, a R., joven argentino de buen porte que alguna vez estelarizó una fotonovela pornográfica que intentamos vender con G. I. ¿Habrá sido culpa nuestra que ahora se dedique a bailar con turistas españolas que le pagan por hacerlo? Intercambiamos números telefónicos. Le interesó ofrecer sus servicios (sobre los que preferí no ahondar demasiado porque quería olvidar mis preocupaciones cotidianas) al Chez Freire.
Por supuesto, volví a acariciar el viejo sueño de tomar clases de tango (E. me presentó a su profesor). Pero cuando llegaron las zambas y chacareras me di cuenta, una vez más, de que lo mío es el folclore. Las patas, como se dice, se me movían solas y sólo lamenté no haber tenido pañuelo encima (como los demás concurrentes, que fueron bien provistos para la circunstancia).
En casa, habíamos comido carne. En la milonga, seguimos admirando los magníficos cortes argentinos.
Las tres gracias
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Mientras preparo un taller sobre el paso (siguiendo algunos motivos) de los
cuentos tradicionales, desde las lejanas cortes europeas a los libros que
hay...
Hace 2 semanas.
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