por Ignacio Echevarría para El Mercurio
Supongo que en Chile existe algún equivalente de lo que en España se conoce por SGAE (Sociedad General de Autores y Editores). Esta entidad se dedica a la gestión de los derechos de autor de sus afiliados; es decir, a recaudar y distribuir los porcentajes que esos derechos les procuran.
De un tiempo a esta parte, el celo puesto en el desempeño de esta loable tarea ha convertido a la SGAE en una entidad muy impopular, objeto de todo tipo de contestaciones. La ha convertido, además, en una entidad rica y poderosa, cuyos ingresos en los últimos años se han visto incrementados portentosamente.
La explicación de esto último la tiene el llamado canon compensatorio. Por virtud de éste, hace ya un tiempo que la compra de determinados aparatos y soportes se ve gravada de forma generalizada e indiscriminada con un porcentaje que la SGAE y otras entidades de gestión colectiva cobran de antemano, en previsión del empleo que pueda hacerse de dichos aparatos y soportes (equipos de música y televisores, pero también CD/DVD, memorias portátiles, etc.) para realizar copias privadas de objetos sujetos a la propiedad intelectual, ya se trate de imágenes, películas, canciones, textos...
Son muchos los que consideran que el canon compensatorio vulnera la presunción de inocencia a que tiene derecho todo ciudadano. Desechando escrúpulos de este orden, la SGAE no ha cesado de discurrir todo tipo de mecanismos destinados a controlar y a gravar la transmisión y divulgación de contenidos sujetos a propiedad.
De este modo, los enfrentamientos de la SGAE con las asociaciones de consumidores y, sobre todo, de internautas han venido haciéndose cada vez más virulentos, y arrojan un esperpéntico anecdotario en el que se suceden descalificaciones, insultos, querellas criminales y manías persecutorias.
Como muestra, un botón: en 2006, un juez de Alicante autorizó a la SGAE a cobrar por la música que se ponía en las celebraciones de boda y otros eventos de este tipo. Sustentándose en esta sentencia, hace apenas unos meses la SGAE demandó a un salón de bodas de Sevilla por emplear música de sus afiliados sin pagar el canon correspondiente. Como prueba de su denuncia, la SGAE aportó un video de cuatro minutos grabado durante la celebración. Los novios demandaron la SGAE por grabar ese video sin autorización, vulnerando la intimidad del acto, y la entidad fue condenada a pagar 60.000 euros de multa. El caso puso de manifiesto el empleo, por parte de la SGAE, de detectives destinados a probar que en determinadas bodas, bautizos y comuniones se baila al son de canciones "protegidas" por el derecho de propiedad de sus autores.
Más acá de las exaltaciones y de las truculencias a que da lugar este estado de cosas, el traerlo a colación invita a una melancólica consideración acerca del lugar cada vez más paradójico que el artista (o lo que se presuma por tal) ocupa en la sociedad contemporánea.
El caso es que nuestra cultura participa todavía, si bien de un modo cada vez más residual, de una concepción del artista acuñada en el romanticismo, conforme a la cual solía ser visto -el artista en general, ya fuese poeta o pintor, cómico o cantante- como un individuo situado al margen de las convenciones, cuando no enfrentado resueltamente a ellas; un individuo puesto al servicio de un ideal superior, del que a menudo se derivaban actitudes transgresoras, cuando no abiertamente subversivas.
La casi automática identificación entre la vida artística y la bohemia ha sido capaz de resistir durante décadas, hasta hoy mismo, las evidencias flagrantes que tan a menudo la desdicen, y que apuntan, por el contrario, a la domesticación y estandarización de la mayor parte de los artistas, a la consolidación de un star system que ha convertido al artista consagrado en un privilegiado representante del lujo y de la sofisticación, también en un valioso orientador de las tendencias del mercado. En la misma dirección, el arraigado prejuicio que atribuye al artista, por el mero hecho de serlo, posiciones políticamente progresistas y contestatarias, pasa por alto toda suerte de incongruencias, y no cesa de dar pie a las más insospechadas alianzas (para no irse demasiado lejos: ¿puede alguien explicarme, por ejemplo, qué hacía Michelle Bachelet, en el cierre de su campaña presidencial, cogida triunfalmente de la mano de Miguel Bosé? ¿Es que la letra de canciones como "Sevilla", "Amante bandido" o "Hacer por hacer" promueven los valores de la izquierda chilena?).
Aupados al carro de las subvenciones y de las políticas proteccionistas con que los gobiernos socialdemócratas retribuyen su apoyo (obsérvese, si no, el caso español), autores y artistas han conseguido que la defensa de la "propiedad intelectual", noción lábil y peliaguda donde las haya, y por medio de la cual la doctrina capitalista coloniza subrepticiamente el ámbito supuestamente libre de la creatividad y de la comunicación humanas, haya pasado a ser, incondicionalmente, una premisa de la izquierda cultural.
No es lugar este de cuestionar los fundamentos jurídicos e incluso éticos que cargan de razón a quienes invocan los sacrosantos derechos de la propiedad intelectual. Baste, de momento, con subrayar un indeseable efecto estético: el que se desprende de ver a los más conspicuos representantes de aquella inconformidad, de aquella insolencia, de aquel espíritu aventurero tradicionalmente asociado a la más común idea del arte y de la vida artística, convertidos en agentes del orden, en furibundos instructores de legislaciones restrictivas y penalizadoras, en vigilantes celosos, en ávidos controladores, en perseguidores.
Puede que, como algunos dicen, esté en juego en todo esto la subsistencia misma de muchos artistas. En cualquier caso, lo que parece quedar fuera de juego -pero quizá ya lo estaba, desde mucho antes- es una determinada concepción del arte y de las relaciones que con él mantenían el artista mismo y la comunidad.
(Gracias, Fogwill)
Las tres gracias
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Mientras preparo un taller sobre el paso (siguiendo algunos motivos) de los
cuentos tradicionales, desde las lejanas cortes europeas a los libros que
hay...
Hace 2 semanas.
2 comentarios:
Llego un poco tarde, pero bueh:
En el sitio de CADRA (http://www.cadra.org.ar/index.cgi?wid_seccion=15&wid_item=116)
Figura la lista de "autores asociados".
Que esté Aguinis no me importa, pero hay nombres que quizás tendrían que revisar su posición respecto de la propiedad intelectual.
De paso: ¿se sabe de alguna organización que esté haciendo lobby CONTRA este tema?
(Mis disculpas, estimado Daniel, me temo que estoy usando tu blog para un hecho con consecuencias más dialécticas que apáticas...)
Excelente artículo. Me tomé la libertad de linkearlo en una entrada de mi blog:
http://tierra-de-antilopes.blogspot.com/2011/10/quien-enciende-su-vela-con-la-mia.html
Saludos!
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