Esa mañana de marzo, las señoritas de sociedad desafiaron las lluvias torrenciales que desde hacía dos días se abatían sobre Buenos Aires y partieron en sus coches rumbo a la Facultad de Medicina.
No querían perderse por nada del mundo la ceremonia en la que el queridísimo Eduardo iba a recibir su título de Doctor, después de tantos años de sacrificados estudios y necesarias interrupciones. Además, el decano mismo de la Facultad ofrecería un ágape al término de la ceremonia y ellas iban a lucir sus mejores galas.
Frente a las arcadas del edificio donde funcionaba la alta casa de estudios médicos, los jóvenes se arremolinaban para poner bajo los pies de las excitadas jóvenes las alfombras de cáñamo que habían llevado para evitar que se ensuciaran con barro. De paso, los comedidos se aseguraban la posibilidad de estudiar los tobillos de las damiselas (y deducir, en consecuencia, la morfología corporal completa, de acuerdo con hipótesis que habían perfeccionado durante las largas noches que habían pasado en las trincheras).
Corría el año de 1870, y don Diego William Wilde esperaba con orgullo la titulación de su vástago, que había nacido en el exilio, cuando la tiranía de Rosas lo había obligado a huir con su mujer a Bolivia.
Aún antes de recibirse, Eduardo Wilde (Tupiza, Bolivia, 1844/ Bruselas, Bélgica, 1913) había dado muestras de su temple al interrumpir sus estudios (iniciados en 1864) para dedicar su atención a las víctimas del cólera (1867-1868) y al enrolarse como “cirujano” de campaña en la terrible Guerra del Paraguay (era la especie que al joven le gustaba difundir, aunque carecía de la preparación y la habilitación para un puesto semejante).
Julito Roca, Olegario de Andrade, el querido Victorino de la Plaza, todos ellos compañeros del Nacional de Concepción del Uruguay, se habían acercado también a celebrar el ansiado (y merecido) título. De paso, le pusieron en La Prensa el avisito que al día siguiente sería la comidilla de todo Buenos Aires: «Eduardo Wilde, Doctor en Medicina. Se ha dedicado mucho a la cirugía, ejercitándose en todas las operaciones que se practican durante su servicio en los dos grandes hospitales de esta ciudad. Las personas que deseen ocuparlo pueden dejar aviso en la calle Belgrano número 234».
¡Qué plato! Eran esos días en que estos jóvenes pensaban que iban a llevarse el mundo (el país) por delante: médicos, coroneles, abogados, literatos, todos con fluidas relaciones entre si y con familias dispuestas a mover sus influencias para obtenerles las mejores posiciones, ¿por qué habría de ser de otro modo?
En el otoño de 1867, el cólera había aparecido como una epidemia de escasa importancia en Rosario. Hacia el verano de ese año funesto, el brote se expandía ya por varias provincias (Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, Córdoba, San Juan, Santiago del Estero) y países limítrofes (Uruguay) provocando severas crisis de mortalidad en varias ciudades. Los investigadores del momento se abocaron a su estudio. Germán Segura dedicó su tesis doctoral al asunto (Cólera morbus epidémico. Tesis de la Facultad de Medicina, Universidad de Buenos Aires. Buenos Aires, Imprenta del Plata, 1868). Francisco Canessa hizo otro tanto (Cólera asiático. Buenos Aires, Imprenta, Litografía y Fundición de Tipos de la Sociedad Anónima, 1871).
Ambos adscribían a la “teoría de la infección”, según la cual la enfermedad se debía a la putrefacción del aire, que luego degeneraba en “miasmas” venenosos y pegajosos que por inhalación o contacto mataban a las víctimas. Para los dos autores, además, el temor a ser atacado por la enfermedad predisponía a padecerla (de allí que se la considerara una “enfermedad moral”). Después de 1883, cuando Robert Koch habría de descubrir el bacilo del cólera, todo esto iba a ser considerado un disparate, pero en los tiempos de la epidemia ésas eran las teorías al uso.
Más pragmático, Eduardito consiguió que lo nombraran, mientras cursaba el cuarto año de la carrera de Medicina en 1867, como encargado del Lazarato Interno de Coléricos.
Fue el primero de los cargos públicos que ejercería y que lo convertirían en una referencia del higienismo y la salubridad pública (asociado con Julito Roca y con Juárez Celman, dos paladines del orden y el progreso).
Diputado provincial, nacional, ministro, embajador, ningún cargo se le podía negar a Eduardito, un poco héroe de guerra, otro poco médico de campaña, pero sobre todo, un amigo de ley, un tipazo con el que siempre se podía contar, dotado de un fino humorismo y de un sentido literario innato. Eduardito habría preferido dedicarse a las Bellas Letras, pero el país lo necesitaba en otros puestos. Su autobiografía Aguas abajo, los libros de viajes y los relatos de Prometeo y Cía. son un pálido indicio de sus potencialidades en esa materia.
Pero volvamos a esa barrosa mañana de 1870, cuando la sociedad de Buenos Aires se aprestaba a escuchar la conferencia magistral de Eduardito, flamante doctor (había que cumplir con ese formalismo, claro, pero ya todos conocían sus capacidades médicas). Allí estaban sus amigos de colegio y futuros presidentes; más allá, las niñas casamenteras; en aquel rincón, los veteranos del Paraguay, todavía con ojeras y con toses, incubando ya la fiebre amarilla que al año siguiente sembraría el terror en Buenos Aires; en un lugar destacadísimo, los afligidos miembros de la Asociación Médica Bonaerense, con la medalla de oro para premiar la tesis de Eduardito. La coalición liberal en pleno se aprestaba a escuchar las palabras sabias de un joven que conocía el cólera de primera mano y que había practicado la “cirugía” en las condiciones más atroces.
¿De qué habló Eduardito y qué nos enseña su tesis, que se llama El hipo?
Dijo, con la voz profunda y al mismo tiempo cantarina que arrancaba suspiros en las graderías:
“En el hipo fisiológico, es decir, en aquel que se manifieste sin trastorno apreciable orgánico o funcional, se emplean muchos tratamientos cuya mayor parte no es sino un medio de pasar el tiempo y dar lugar a que el espasmo se termine de por sí. Muchas veces un espasmo crea otro espasmo y nada de extraño tiene que un susto, una impresión moral fuerte o una distracción remedien el hipo que estos mismos fenómenos han podido hacer nacer” (El hipo. Buenos Aires, La cultura argentina, 1924, pág. 176)*.
¡Qué plato! Se sonreían las damas y los caballeros asentían con complicidad. “Este Eduardito...”.
La tesis se publicó muy tardíamente y una sola vez, tanta es la vergüenza ajena que provoca. ¿Medalla de oro? ¿Tesis doctoral?
Si hoy conviene rescatar del olvido en el que ha estado ese escrito circunstancial no es tanto por el brillo de su estilo sazonado con oportuno humorismo sino porque da el tono de la generación del ochenta y sus preocupaciones: la impresión moral fuerte, la distracción y el susto como remedios de los eventuales espasmos de la Historia (el cólera, la fiebre amarilla, la Guerra de la Triple Alianza; más adelante: la indiada, el anarquismo y la revuelta).
Citando al otro, podría decirse que uno jamás querría pertenecer al club del que este Wilde formaba parte. Leído en sus márgenes, el brillo de la coalición liberal se vuelve sombra espesa.
*Agradezco a Elena Donato el señalamiento de esta cita.
1 comentario:
Ao conhecer seu espaço e gostei muito! bastante educativo, seleto e diversificado. Parabéns. A educação é a base do ser humano para sua vida em sociedade e para uma vida feliz. Também sou educador e vejo que nossa base holística é o caminho mais ameno a seguir, repleto de aprendizados diários em rumo a uma qualidade de vida equilibrada.
Obs: Me tornei seu seguidor.
Prof. José Carlos
http://projetosead.blogspot.com/
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