Yo no voté
por Mirta Varela para Ñ
Después
del sorpresivo resultado de las elecciones, Cristina
Fernández se refirió a las virtudes de un sistema electoral que permitió
levar dos veces a la presidencia a Yrigoyen, tres veces a Perón, una a
Alfonsín
y a Kirchner y dos veces a ella misma. Como respuesta a las demandas en favor del voto electrónico, Fernández no
sólo reivindicó como un “inmenso acto político de responsabilidad ciudadana” meter
la boleta en un sobre y éste en una urna. También deslizó una frase
inquietante: “No sé si iré a votar cuando haya que apretar un botón”. ¿Goza la
presidenta de un privilegio que nos es negado al resto de los ciudadanos?
¿Acaso no es obligatorio el voto en Argentina? Ante un balotaje donde una
fuerza electoral realiza campaña por el voto en blanco con el muy razonable
argumento de que no es posible diferenciar a dos candidatos menemistas
separados al nacer, cabe preguntarse por qué no reclamar el voto no
obligatorio.
La liviandad
con que la Presidenta parece decidir si va o no va a ir a votar evidencia la
desigualdad del sistema. Y explica, en buena medida, por qué el derecho a
elegir se ha convertido en la obligación de optar entre el naranja, el amarillo
o el blanco. En verdad, el voto ya es optativo para los jóvenes de 16 a 18 años
y para los mayores de 70. Como lo es en la mayor parte de los países
democráticos donde resultaría inadmisible confundir un derecho con una
obligación. En un sistema que se proclama igualitario, la desigualdad basada en
un principio etario no debiera resultar menos escandalosa que la racial,
religiosa o de género. Si un joven de 16 años está maduro para ejercer su
derecho al voto, resulta inaceptable que la amplia franja de ciudadanos entre
los 18 y los 70 no estemos igualmente maduros para decidir si vamos a participar
de la elección.
La dictadura
nos legó un temor paralizante a discutir un sistema que resulta funcional a “la
clase política”. Y de pronto, todo se reduce a la urgencia por decidir entre
dos candidatos o dos modelos en los que supuestamente se juega el destino del
país, pero no existe espacio para debatir las cuestiones que realmente acarrean
consecuencias prácticas. Porque me pregunto qué grado de responsabilidad va a
asumir Horacio González cuando Scioli sea Scioli, si llega a ser electo. Votar desgarrado
se parece bastante a estar un poquito embarazado. Y quienes llaman a votar por
Scioli o por Macri como mal menor van a encontrarse con un bebé no deseado
entre los brazos por evitar el riesgo (delito o pecado según el cristal con que
se mire) de abortar a tiempo. Así, todo se reduce a reactualizar el miedo que
impide cuestionar a dirigentes que carecen de legitimidad. Por eso el 2001 es
aludido como una crisis terminal y no –también- como un momento en el que se
puso en cuestión todo un sistema.
El voto es
indispensable para sostener los privilegios que le hacen creer a la Presidenta
que si no le gusta, puede no participar. En países donde el sufragio no es
obligatorio, la decisión de no votar puede adoptar sentidos muy diversos. Puede
obedecer a mera indiferencia pero también utilizarse como recurso de los
débiles. El movimiento #No les votes en España, por ejemplo, argumenta que
“dado que los partidos del arco parlamentario han decidido ignorar los deseos e
intereses de los ciudadanos, ignorémoslos nosotros a ellos en donde más les
duele: el voto. Porque sin tu voto no son nada”, dicen. Pero en la Argentina,
la obligatoriedad coloca esta alternativa fuera del sistema. Y la tan mentada
vuelta de la política del kirchnerismo nos obliga a opciones del tipo: Scioli o
Macri, voto en papel o voto electrónico, inseguridad o represión.
¿Es el voto
en blanco la opción frente al mal menor? Lo es dentro de este sistema en el que
no podemos decidir, sino apenas optar. O transgredir. Porque las elecciones
primarias dejaron en claro que numerosos ciudadanos se abstuvieron de
participar y, de hecho, hubo candidatos que explicaron públicamente que la
gente no va a votar en las primarias porque no está acostumbrada a esa
“novedad” y porque no sufre ninguna consecuencia. En verdad, a los políticos les
costaría mucho encontrar argumentos para condenar algo que resulta normal en la
mayor parte de los sistemas electorales y que, en menor medida, ya forma parte
del sistema argentino. Porque ni los motivos históricos que llevaron a optar
por el voto obligatorio (porque es bueno recordar que hasta decidirlo, era
apenas una alternativa entre otras), ni los motivos apasionados de quienes
dicen hablar en nombre de “los que lucharon por la democracia” (algo muy
discutible ya que las organizaciones armadas no tenían como finalidad la
democracia y las víctimas de la dictadura no lo fueron por defender el voto
obligatorio) resultan suficientes para explicar por qué deberíamos estar forzados
a optar entre dos fuerzas que ni siquiera se dignan a explicitar propuestas que
igualmente sospechamos.
Ante la alternativa
del naranja y el amarillo, el blanco se presenta como una salida a la opción
forzosa por “el mal menor”. Los motivos son compartibles pero
insuficientes. Resulta indispensable
denunciar la obligación de aceptar mediante el voto a políticos que se cambian
de partido como de peinado, que no cumplen lo que prometen o no prometen para
no cumplir, que hacen ostentación del fraude y del engaño, que gozan de la
impunidad de las leyes y se enriquecen con nuestro dinero. Se enriquecen con
ese dinero que retienen de nuestro salario, ése que en lugar de utilizar para
evitar muertes por desnutrición o accidentes ferroviarios o el deterioro
cotidiano de viajar como ganado o vivir en condiciones indignas sirve para
enriquecer sus arcas o para realizar campañas con las que pretenden
seducirnos. Es nuestro dinero el que se
utiliza para comprar votos, tal como se constató durante las elecciones en
varias provincias. ¿Por qué deberíamos legitimarlos participando de la
elección?
No votar
puede obedecer a la indiferencia o el hartazgo pero también supone un riesgo,
una toma de posición política en el sentido más fuerte del término. Una toma de
posición razonada, argumentada y que obligue a los políticos a discutir lo que
nos interesa, en lugar de distraernos con campañas costosas de slogans vacíos.
Porque me interesa la política y no imagino el voto como un “Me gusta” en
Facebook entiendo que es necesario impugnar esta falsa diyuntiva por completo. En
1997, algunas intelectuales argentinas publicaron relatos en primera persona
bajo el título genérico de “Yo aborté”. La decisión de hacer pública una
decisión privada estaba justificada por el hecho de que el aborto era un
delito. Y continúa siendo un delito pese a los años transcurridos porque la Presidenta
enuncia como un triunfo feminista que las mujeres podemos ser finalmente
consideradas “inteligentes y lindas”. Enunciar públicamente “yo aborté” pone en
la superficie el delgado límite entre lo legal y lo ilegal, entre lo aceptable
y lo reprimible. Creo que ha llegado el momento de decir “Yo no voté”.
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