Por Daniel Link para Perfil
Hace unas semanas me había quedado
fascinado mirando uno de los extraordinarios proyectos exhibidos en
Fundación Proa, el trabajo de Forensic Architecture, una agencia
integrada por arquitectos, artistas, intelectuales, abogados,
científicos y técnicos en computación.
Forensic Architecture examina imágenes de lugares en guerra (edificios, ruinas, ciudades captadas por cámaras satelitales o subidas a la red por ciudadanos comunes) para determinar de qué dan cuenta esas motas de polvo, esos pixeles apenas dibujados en una pantalla, esas débiles columnas de humo: los rastros de una conflagración que está hecha para que la televisión no pueda mostarla.
Forensic Architecture examina imágenes de lugares en guerra (edificios, ruinas, ciudades captadas por cámaras satelitales o subidas a la red por ciudadanos comunes) para determinar de qué dan cuenta esas motas de polvo, esos pixeles apenas dibujados en una pantalla, esas débiles columnas de humo: los rastros de una conflagración que está hecha para que la televisión no pueda mostarla.
Al exponer la lógica actual de los
conflictos armados (y el secreto que los constituye) Forensic
Architecture interroga al mismo los umbrales de la ley (lo que es
legítimo hacer en una situación de guerra) y de la visibilidad, lo
que es legítimo deducir de unas imágenes opacas (deliberadamente
opacadas) para quien no cuente con la tecnología de punta que las
fuerzas militares de Occidente utilizan.
El más extraordinario de los proyectos
reconstruía (a través de cámaras de seguridad, fotografías de
testigos, imágenes urbanas tomadas desde satélites) la línea de
tiempo de unos determinados bombardeos realizados con drones, que
producían agujeros diminutos (desde la perspectiva satelital) en los
techos, para explotar y aniquilar la vida dentro de los edificios.
Reconstruían, sobre la base de ecuaciones matemáticas, la
localización de los edificios bombardeados y deducían, comparando
imágenes previas a los bombardeos con imágenes posteriores,
examinando las sombras que el sol trazaba en su recorido, el lugar y
la hora donde unos drones habían descargado su carga de muerte.
Una guerra que se desarrollaba no a
baja intensidad, sino en los umbrales mismos de la visibilidad y de
la inteligibilidad de pronto se revelaba en todo su horror.
La semana pasada, los atentados en
Beirut y en París (que se suman a una larga lista de atrocidades)
también ponían en crisis el campo de lo visible. En el caso de
París, ISIS (Estado Islámico es más que una organización
terrorista en la medida en que reivindica para sí el título de
Califato: es un Estado sin territorio) atacó sus puntos más
vulnerables: el barrio de Saint-Denis (donde hay alta concentración
de inmigración musulmana), los bares donde se reunen los jóvenes
(franceses o no) menos dispuestos a adoptar sin discusión las causas
bélicas de la OTAN y que mayor solidaridad han mostrado con las
víctimas de los bombardeos indiscriminados en Oriente medio.
Además, ISIS (a diferencia de Al
Qaeda) admite comandos suicidas femeninos, con lo cual vuelve mucho
más borroso el umbral de la guerra.
Si se admite que “hay guerra”, hay
que agregar que los contendientes son unos enemigos indeterminados y
tanto un bando como el otro atacan indiscriminadamente posiciones que
la guerra clásica nunca hubiera incorporado en su horizonte. Pero,
además, los soldados de esa guerra también pueden estar en
cualquier parte o en ninguna (en el caso de los drones).
Una guerra de
ese tipo existe sólo en la medida en que se la sostenga en el
discurso y demuestra, por lo tanto, un deseo de guerra cuyas
víctimas somos y seremos todos: tanto en los países de Oriente
medio como en los países de Occidente, la paranoia fundamentalista y
las medidas de seguridad no han cesado de crecer exponencialmente
desde 2001. Quince años de guerra continua que no han impedido que
los actos de terror se detengan sino todo lo contrario, porque ahora
sabemos que la “guerra barroca” (como la tipificó el periodista
francés “experto en asuntos militares” Pierre Servent) va mucho
más allá de la distorsión de las formas que el adjetivo permitiría
prever y se postula en cambio como una guerra informe, amorfa,
ilocalizable, irrepresentable, invisible.
Los trabajos de colectivos como
Forensic Architecture no nos salvarán, pero al menos establecerán
algunos parámetros racionales para que alguien, alguna vez, pueda
contarnos qué fue lo que pasó al comienzo del siglo en el que el
estado de excepción se convirtió en la norma.
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