sábado, 21 de noviembre de 2015

Palpitaciones

por Mariana Catalín para BazarAmericano
 
Suturas, imágenes, escritura, vida, de Daniel Link, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2015.
 
Reseñar libros extensos es, casi siempre, un problema. Más aún cuando esos libros apuestan a la multiplicidad y a lo informe (o, en coherencia con el objeto que me ocupa, a lo monstruoso). Con los libros de ensayos de Daniel Link, particularmente, con su último libro de ensayos, Suturas. Imágenes, escritura, vida, el problema se vuelve acuciante, al menos, por un par de razones. En primer lugar, por algo que en alguna otra parte resumía de la siguiente manera –pensando en un lector que pudiera, tal vez, no conocer la “obra de Daniel Link” (¿es esto hoy posible?): “La mirada de Daniel Link es, tal vez, una de las más abarcadoras del ensayo argentino actual. Desde el comienzo de su producción, marcado por el libro La chancha con cadenas (1994) pero también por el armado de dos compilaciones que tomaban como eje respectivamente el policial y la ciencia ficción (El juego de los cautos (1992) y Escalera al cielo. Utopía y ciencia ficción (1994)), los objetos que han ocupado su reflexión han sido múltiples y diversos. La apertura de su blog en el 2003 (linkillo.blogspot.com) acentuó estos intentos iniciales: las críticas y opiniones sobre arte y literatura se conjugan allí con la reflexión sobre el medio que las congrega (internet), el interés por productos y estrellas de los mass-media, el análisis de episodios y personajes de la vida política nacional e internacional, la narración de anécdotas autobiográficas y el desarrollo de fragmentos que tal vez podrían calificarse como `ficciones´.” ¿Cómo dar cuenta de esa diversidad sin clasificarla? En segundo lugar, Suturas viene a ¿cerrar? explícitamente la serie abierta por Clases. Literatura y disidencia (2005) y continuada por Fantasmas. Imaginación y sociedad (2009). Y lo hace de tal manera que la gran estrategia del mercado editorial (y también del audiovisual fílmico y televisivo), la promoción de secuelas y precuelas, se simbiotiza con la primera apuesta del autor por la destrucción de las clases, volviendo la producción seriada un detalle determinante –en consonancia con la lectura que Link hace del pop y el lugar central que éste adquiere en su poética. 
Si, entonces y a propósito de este punto, quisiera ser fiel a los imperativos estéticos y éticos del ensayista debería, para dar cuenta del último avatar, ponerlo en estrecho contacto con los anteriores, desafiando los límites convencionales que los aíslan (el formato libro vs la continuidad del blog). Pero, como el mismo autor se mueve en la tensión entre el orden que exige la compilación (orden que le gusta explicar y explicitar) y su necesidad de, sin homogeneizar, salirse de los límites (hacia el infinito del mundo), tal vez se pueda atender a esta exigencia permaneciendo en los umbrales para, desde ahí, saltar a la acumulación posterior, evitando, tal vez, la enumeración. Quedarme por un instante justamente en esos lugares o, mejor, en esos momentos en que se exacerba la tensión entre lo que exige el libro como formato editorial y las autofiguraciones que, a veces, desatienden esas exigencias.
En su “Umbral”, Clases insistía en la resistencia a la normalización, en la necesidad del análisis crítico de todo sistema clasificatorio, en tanto dispositivo de captura y disciplinamiento, para poder ver observar como, todavía hoy, el arte alimenta una “potencia revolucionaria”. Sin embargo, en ningún momento explicitaba que dicha resistencia podía convertirse en una nueva clase que desembocara o bien en la homogeneización como imperativo o bien en el aislamiento finalmente esteticista del arte experimental. Fantasmas, en cambio, le daba un lugar central a este problema desde el íncipit. Y lo hacía justamente en el marco de la reflexión sobre los alcances del libro anterior: 

Clases, en su obsesión por los dispositivos de clasificación y sus efectos colaterales (la normalización, la determinación del Ser, en todo caso), presuponía el problema de las cualidades, porque en algún sentido clases y atributos (clasificación y cualificación) bailan la misma ronda tomados de la mano (Fantasmas, 9).

Lo cierto es que, a pesar del énfasis del ensayista en la continuidad, la posibilidad de explicitar eso que se dice estaba presupuesto daba cuenta en el segundo avatar de la serie de una modificación del punto de vista. La puesta del énfasis en la relación entre clasificación y cualificación habilitaba un horizonte de acción mucho más amplio: en Fantasmas, Link se propone no solo “leer en ciertos textos más o menos emblemáticos de la literatura del siglo pasado todo lo que hay de resistencia a la captura, al disciplinamiento…” (Clases, 19), sino fundamentalmente trazar mapas de imaginarios, examinar umbrales y potencias, definir fantasmas; algo que se traducía en la mutación que sufrían los modos de explicitar el corpus: “Como no podía ser de otro modo, además de textos literarios, a lo largo del libro se proponen lecturas de “imágenes” (películas y programas de televisión, preponderantemente, y con total prescindencia de la institución artística)...” (Fantasmas, 11). 
En un movimiento similar, Suturas parte del énfasis en la continuidad de la serie pero, al explicitarla, vuelve a dar cuenta de un giro. Al comienzo de este nuevo “Umbral”, el ensayista se pregunta por las razones que mueven su interés por los dispositivos de clasificación y las potencias de lo imaginario e, inmediatamente, formula una respuesta que presenta como casi obvia en función de sus reflexiones previas pero que, sin embargo, implica un deslizamiento: las clasificaciones y cualificaciones lo obsesionan “porque afectan a lo que vive todavía, la chispa de vida que hay en mí” (17). Así, en un movimiento casi imperceptible Link pone en el centro desde el íncipit la pregunta por las “formas-de-vida”, puesta en el centro que, sin duda, retoma algunas potencias de Fantasmas pero otorgándoles, ahora, una nueva intensidad; y que nos deja leer desde ese primer párrafo la apelación a un léxico (el léxico de lo viviente) que si bien no es nuevo, ya no se presenta solo como destello insistente sino que ahora marca la mayoría de los acercamientos que reúne el libro, volviéndose determinante. 
Determinarte porque es a través de este vocabulario que Suturas vuelve cruciales ciertos interrogantes: la pregunta por los modos del archivo y el (no)lugar del resto pero también por la (re)producción de las formas de vida, las (im)posibilidades de la comunidad y los mecanismos de control social sobre lo viviente, en intensa relación con la reflexión en torno a quién se hace cargo del (abandono del) propio cuerpo. 
Solo en función de este contexto, se puede comprender cabalmente una de las premisas fundamentales de este libro de Link, el disparador para comenzar a pensar el estado actual del arte (una fórmula que proviene de intentos anteriores pero que, en el conjunto que supone la compilación, adquiere nueva fuerza y matices): el arte ya no es, sino que hay arte y que haya arte supone que hay vida. Esta premisa no solo desbarata las hipótesis sobre un estado posautónomo de la literatura (que introduce, usa y desplaza) sino que reformula el problema de la especificidad y de los modos de otorgar valor. Es a partir de ahí que, creo, pueden pensarse los intentos del ensayista en torno a ciertas definiciones (en la paradójica articulación del verbo ser que deja a la escritura entre la potencia y la clase) del arte como “laboratorio perceptivo” (69) o, a través de la poesía, como “geomormismo” (578). O bien de la literatura (cuando no es Institución) como el “plano de composición” donde la tiranía de los vicios se disuelve sin abstinencia (440) o como lo que (puesto entre comillas: “literatura”) atraviesa “lo visible y lo vivido” y “Hace sutura (o cicatriz) con ciertos acontecimientos del mundo” (503). O, incluso, ciertas definiciones en torno a la escritura, término por el que decanta en el último apartado del libro, como “el conjunto de caminos indirectos que permite poner de manifiesto la vida en las cosas: signaturas” (510).
Ahora bien, esta premisa sólo puede articularse en función de una temporalidad singular que, a su vez, postula como necesario el vocabulario al que se apela. En “Umbral”, luego de interrogarse acerca de sus obsesiones, Link se detiene, a través de la introducción de una cita de Giorgio Agamben (el referente teórico del libro) en lo que caracteriza nuestro presente, para postular la hipótesis, ya devenida afirmación, de que “vivimos en la infancia de una nueva humanidad, de una política que no tiene todavía vocabulario” (23). Es esta singularización de nuestro propio tiempo la que, sin duda, vuelve imperativas las preguntas (éticas/estéticas) que se plantea el ensayista. Sabemos ya, porque pone en juego una de las líneas centrales de su “poética”, que esta nueva humanidad se desenvuelve en el contexto de la instalación y expansión de la reproductibilidad digital. Reproducibilidad digital que, según la formula Link en esta ocasión, nos enfrenta a una “nueva revolución” (que se irá especificando de diferentes maneras a lo largo del libro, pero que en esta primera instancia se pone de manifiesto en el cambio que afecta a los patrones de lectura y alfabetización). En este sentido, lo que es necesario pensar es “la sutura (que es la marca de una herida) entre la antigua cultura letrada y lo que hoy llamamos ciberculturas” (23). Pero no todo es urgencia. Enfatizando un movimiento que había marcado los umbrales anteriores, y con el objetivo de poner en jaque una concepción lineal del tiempo, Link sostiene, apenas un párrafo más abajo, que no patrocina “una discontinuidad radical con respecto al pasado” (23). La escritura del ensayista se mueve entonces en el borde de esta otra sutura que, si bien no explicita como tal, sí emplea: entre la inminencia de un final que apenas ya ha ocurrido (apenas, porque, en realidad, sigue ocurriendo), lo que que obliga a una particular atención a los modos de supervivencia en lo actual, y la necesidad de sostener la inmanencia de una pérdida, que no implica la búsqueda de lo nuevo sino que permite interrogar el vacío de los nombres que han perdido su sentido. Sutura que se desdobla: Link escribe entre la crítica a la imaginación catastrofista y milenarista y el uso de estos imaginarios para construir la propia temporalidad, uso que va de la mano del goce al que da lugar su exploración. “La crisis que nos constituye”: la fórmula que Link elabora, a partir del parafraseo de Agamben, apenas en el segundo párrafo y que condensa justamente este entre-lugar, en realidad, este entre-tiempos: la crisis inmanente/la inminencia de la crisis. 
En este contexto, el cómo al que obliga este léxico y esta temporalidad se condensa en el primer apartado del libro. El apartado que el autor insiste en denominar “Metodología”, desoyendo provocativamente a Roland Barthes y su impugnación del método en Cómo vivir juntos. Allí, Link opta por la posfilología: una opción que reconoce que se realiza al borde de la desaparición de las áreas disciplinares pero que se presenta como la adecuada “a las formas de vida del día después de mañana” (47). Una opción que acepta el pos y la linealidad temporal que este supone pero que también parece abrir el camino (literalmente “Filología” precede inmediatamente en el libro a “2011”) para hablar de la duración pura del amor. Una duración que, justamente, desbarata la linealidad ya que su “paradoja constitutiva” se condensa en el “carácter del pasado en relación con el presente”: el amor pone en juego un presente que “no podría pasar a menos que el pasado del amor (toda la historia amorosa) coexista con él” (51). Una opción que se elige, entonces, en función del “amor al presente y al mundo”, potencia de la justificación que pone en suspenso cualquier precaución ante el término elegido. Consecuentemente, la posfilología conlleva, en la singular perspectiva de Link, un desplazamiento de la dialéctica de la distancia para poner en el centro el Tiempo y los tiempos:

...podemos pensar la filología infraleve como manera de adecuarnos al poema diferencial de nuestro tiempo, libres de la dialéctica de lo cercano y lo lejano, o mejor, habiendo llevado esa dialéctica a un plano de consistencia donde lo que importa es el tiempo (…) Ni close reading, ni far reading, ni distant reading. Lo que se juega en la lectura no se mide en tiempo de distancia, porque no hay separación posible entre lo que está escrito y lo que vive (y, por lo tanto, lo que lee). De lo que se trata es de una afectación al Tiempo y a los tiempos... (125)

La sutileza teórica con que se ejerce ese desplazamiento y cómo después el mismo se pone de manifiesto en otros momentos del libro (más allá de cómo se articula en esta explicitación la opción por el ralenti a partir de Barthes) es uno de los grandes hallazgos que la compilación nos permite presenciar, sobre todo a aquellos que veníamos siguiendo algunos de los textos de Link antes de que estuvieran acá.
Ahora bien, si hablamos de disciplinas al borde de la desaparición, la posfilología, es, por una parte, la encargada de articular una atención singular sobre “el problema de América” (especificando y, tal vez, modificando levemente el modo en que en la opción por el comparativismo había marcado la autofiguración del ensayista). La misma se se condensa en “1989” y “Filólogos” y vehicula una intervención directa en “Spanglish”. Por otra, la posfilología debe articularse, con una diagramatología que, al menos si seguimos lo planteado en “1879”, es el pivote para pensar en conjunto imagen y cuerpo y, a partir de allí, las líneas que nos atraviesan, cifrando en el cuerpo de Gareth Thomas (y en su fotografía) toda una episteme. El cuerpo, nos dirá Link más adelante, es “lo que sigue ardiendo antes y después de la digitalización de la cultura” (478).
A partir de este final, el final de “Metodologías”, el libro se abre en tres apartados: “Imágenes”, “Nombres” y “Escrituras”. Apartados que, si la linealidad traicionera de la impresión no nos coaccionara, deberíamos leer en paralelo (aunque, paradójicamente, es en este episodio de la serie en el que parece suturarce de manera más acertada la sucesión de los ensayos). Como ya dije, el espectro desde donde se interroga lo que vive (todavía) es amplio. Link siempre nos brinda al final, para palear lo escueto de los títulos que los textos adquieren en la compilación, un “Índice razonado” (cabe aclarar que en este caso omite el “apartado” que, en los dos episodios anteriores, se encargaba de esclarecer el origen de los textos: movimiento mínimo pero radical en lo que refiere a confiar en la cualidad de los propios escritos sin necesidad de explicitarla). Lo pervierto un poco (cayendo, creo, en la clasificación que suponen no solo los nombres –”Ser es ser nombrable y, por lo tanto, categorizable” (438)– sino también mi propio orden): Link se acerca (¿cómo decirlo en términos temporales?) a YouTube, a las teoría que piensan el final de la historia desde Hegel hasta Agamben, a In the flesh, a diferentes exposiciones (bienales) de arte y sus relatos curatoriales, a Spregelburd, Lars von Trier y Godard, a Viñas y el colectivo Venus, a Interior. Leather bar, a ciertos ejercicios autobiográficos, al registro de “los rastros del fascismo en nuestros cuerpos” y los desvaríos de la loca, a Molloy, Bellatin y Pizarnik (y su biblioteca), a Lorca y a Juanele, a una nulidad de matrimonio y un poema, a, de nuevo (y por momentos enfatizando la repetición, exasperando así uno de los rasgos de su autofiguración), a Cortazar, y Puig, a un trazo alegre, India Song y una noche de calor. “Una sucesión independiente de actos heterogéneos que producen un objeto contradictorio” dice Link en “2005”; actos que suponen a veces la retrospección articulada de forma, incluso, violenta (opción por el anacronismo que se explicita en “Snob”, casi al pasar, como la lógica temporal del libro) y que se detienen amorosamente en las biografías, mejor, en las historias de vida de aquello que elige crear como objeto porque justamente lo que se busca, lo que se explicita en el propio final como objetivo, es poder escuchar, apenas por un momento, la “palpitación de lo viviente” para fundar una ética y una comunidad: la comunidad de aquellos que no tiene comunidad (“Tornada”).
Releeo y percibo (nuevamente) que, en mi intento de lidiar con la extensión, mi acercamiento a este último avatar de esta serie de Link apela al tempo del parafraseo y de la repetición (las citas son, espero, eso: repeticiones no citas). Siempre me resultó difícil, sino imposible, alejarme para poder escribir sobre sus ensayos. En algún momento resolví el problema (¿era necesario resolverlo?) apelando a la fascinación blanchotiana. No descarto esa respuesta. Pero, tal vez, las posibilidades pueden también abrirse a partir de la singularidad del tiempo de la repetición (algo en lo que Link es, como ya sabemos, un experto). Entonces una pausa más antes del Final. Una sobre el yo que se nombra a sí mismo Daniel Link y el riesgo adictivo que supone sumergirse en lo actual, algo que no evade porque no puede o no quiere evadir (y una acotación: si todavía hay provocación es provocativo que Link, usando tanto a Agamben, no recale en su distinción entre presente y actualidad): “Supongo que este ejercicio de patetismo es el índice de esa otra compulsión intolerable: la frivolidad de entregarse a las líneas hegemónicas del presente” (440). 


(Actualización noviembre 2015 - febrero 2016/ BazarAmericano)


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