Por Daniel Link para Perfil
Nos entretuvimos el fin de semana
mirando una miniserie de espionaje, adaptada de una novela de John Le
Carré, The Night Manager, cuyo protagonista es un gélido
gerente de hotel reclutado por agentes de inteligencia para
infiltrarse en una red de venta ilegal de armas que opera con la
complicidad de la CIA y de el MI6. La serie es a la vez encantadora,
estúpida, siniestra y aterradora: la primera parte tiene que ver con
el casting, las locaciones, la musicalización. La segunda parte
tiene que ver con una forma de entender el mundo que ya cansa: no hay
imaginario que explique por qué alguien compra clandestinamente
armas, por qué alguien las vende y por qué alguien las usa.
Liberada la guerra y el terrorismo de
toda relación con las condiciones de existencia de las personas
(llámeselas capitalismo, estados coloniales, subdesarrollo o
tiranía) el asunto se resuelve en un enfrentamiento banal entre el
Bien y el Mal. El malo del asunto, luego de probar ante su comprador
las armas de destrucción masiva que le ofrece, dice: “nada tan
bonito como el napalm en la noche”. El enunciado cita a otro en una
película célebre, pero lo desvirtua. No quiere decir que se ha
estetizado la violencia hasta un punto de locura sin retorno, sino
que el Mal no tiene explicación racional (que no es su
justificación) ni manera de ser imaginariamente vivido. No hay forma
de terrorismo mayor que ése: decirnos que nos matan porque sí y no
por un proceso de expansión capitalista contra el cual se pudiera
protestar.
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