Por Daniel Link para Perfil
Llevo el auto al taller mecánico para
un revisación de rutina que se convierte en una terapia intensiva
(para mi bolsillo). Me doy cuenta de que, a pesar del cariño que le
tengo, ya convendría renovarlo. Consulto, mientras los diagnósticos
se suceden, planes para cambiar mi auto. El vendedor me recomienda la
“frestil”. Como no entiendo bien a qué se refiere, me muestra un
folleto: se refiere al modelo “Free style”.
En principio, me escandaliza con la
misma intensidad que la empresa ponga en venta coches con nombres
extranjeros (después recuerdo que en el mercado anglosajón sucede
lo mismo, con palabras españolas o italianas: "Pajero") y que quienes tienen
que ofrecerlos sean incapaces de pronunciarlos correctamente.
Pero una vez que ese ataque de purismo
me abandona, gozo de la deformación y ya digo “frestil” para
siempre. Hace poco, un amigo que vive en Nueva York me regaló el
“Ansori”, que equivale al “I'm sorry”. Estoy tentado de
decirle al vendedor: “Ansori, la frestil no es mi bisne”. Un
“bisne” es, naturalmente, un negocio, un asunto contractual y se
corresponde con la misma línea de lenguas en contacto.
He estado leyendo Vivir entre
lenguas, el extraordinario librito de Sylvia Molloy, quien con la
excusa de hilvanar algunos recuerdos sobre el bilingüismo, las
herencias culturales y la habitabilidad de los lenguajes, sugiere
algunas líneas de investigación glotopolítica (naturalmente, no
las llama de ese modo, porque la delicada prosa del libro elude todo
cientificismo): ¿cómo se pasa de un lenguaje a otro y qué le
ocurre al pasajero? ¿Qué diferencias hay entre el bilingüe o
multilingüe que maneja cada lengua como propia y el que
(deliberadamente o no) le imprime a su pronunciación y a su sintaxis
en la lengua otra su estilo libre, su frestil?
Molloy trabaja sobre todo en el
registro del gran cosmopolita, y analiza en ese registro las pequeñas
pérdidas que supone el pasaje de una lengua a la otra, las
desarticulaciones que suceden cuando el hablante no sabe qué lengua
está hablando ni cuál es la lengua de sus sueños. Naturalmente,
confronta esa experiencia con el cosmopolitismo del pobre, el
migrante que no llega a la lengua otra por herencia o por sistema
sino porque la violencia del mundo lo puso ante la circunstancia de
tener que abrazar una causa lingüística que sabe desde el primer
momento que estará siempre perdida. Son diferentes tipos de
deslenguados, que para Molloy no significa “desvergonzados, mal
hablados” sino el que ha perdido la lengua, el que habita una
lengua con melancolía o con desesperación.
Contra la lengua concentracionaria del
monolingüismo, el bilingüismo es un poderoso mecanismo de
desestabilización. Todo el mundo sabe que las lenguas en contacto
suponen una experiencia amorosa donde lo propio y lo ajeno se mezclan
hasta el vértigo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario