Por Daniel Link para Perfil
En 2008 se podía elogiar la gratuidad cultural desde una posición histórica que hoy es irrecuperable. Teníamos, se nos decía, el mundo al alcance de la mano (cuentas de correo electrónico, acceso a bibliotecas digitales y audiovisuales, a conexiones con personas distantes, a herramientas cada vez más sofisticadas) por nada o casi nada. Éramos, en esos tiempos heroicos de la red, usuarios de servicios gratuitos, nos dominaba el fervor de una economía del don.
Hoy todo aquello reveló su perversidad. Hay gratuidad, sí, pero ya no somos usuarios de una máquina exterior, sino que la máquina nos ha educado y nos ha incorporado: somos sus operadores y trabajamos gratis para ella en la página de la AFIP, en las plataformas bancarias, pagando multas, completando CAPTCHAS o respondiendo si somos o no robots, pero sobre todo en las redes sociales, donde ponemos nuestros datos (en fin: nuestra vida entera bajo la forma de datos) para que alguien los monetice.
La mera posibilidad de pensar diferentes modelos de gobierno basados en la digitalización creciente de la esfera cultural, laboral, política es un poco ilusoria. Todo comenzó con la hipótesis anarcodigital, pero luego pasamos lentamente a la monetización de los contenidos que circulan culturalmente y, paradoja de paradojas, a un creciente control social porque lo que se monetiza son precisamente los hábitos, los gustos, las inclinaciones, los pensamientos, los sueños, los registros médicos. ¿Cuántas veces hemos abierto el vínculo de una página de viajes y, por esos “azares”, la persona que vive con nosotros recibe al rato un correo promocionando ese mismo viaje?
En los albores de gmail, cada vez que entrábamos al correo se nos comunicaba con algarabía que el espacio disponible crecía segundo a segundo. Hoy, ese crecimiento se detuvo en los 15 Gigas, que no alcanzan ni para guardar las fotos de la última fiestita.
Somos trabajadores esclavos que, además de ofrecer gratuitamente nuestra fuerza de trabajo en la red, dejamos todas la información necesaria para que una compañía de seguros compre un bonito paquete de big data. La máquina ronronea y la pensamos como a una mascota. Pero ya dio el zarpazo y ya lame nuestra sangre.
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