En diciembre de 1973 Clarice Lispector renunció al Jornal do Brasil, donde venía publicando desde 1967 extrañas crónicas semanales como principal forma de subsistencia. En 1959 se había separado del padre de sus dos hijos (uno de ellos, esquizofrénico), un diplomático de carrera que le había hecho conocer la angustia del mundo. Vivía de sus traducciones, de los relatos infantiles que publicaba y de sus intervenciones periodísticas.
En 1974 publicó la colección de relatos (si tal etiqueta les correspondiera) El vía crucis del cuerpo, un trabajo que aceptó por encargo y que suponía la escritura de textos eróticos.
En 1975 viajó con Olga Borrelli (su compañera durante sus últimos ocho años de vida) al Congreso Mundial de Brujería (Bogotá, Colombia) donde a último minuto decidió no presentar la intervención que llevaba escrita y pidió que, en cambio, se leyera su cuento "El huevo y la gallina".
Tratándose de Clarice, el episodio no puede ser minimizado. Desde la madrugada del 14 de septiembre de 1966, cuando se quedó dormida con un cigarrillo encendido y estuvo a punto de morir quemada (tres días al borde de la muerte, dos meses hospitalizada, su mano derecha salvada por milagro de la amputación), pareciera que Clarice fue hundiéndose progresivamente en la imaginación del desastre, una de las formas de la imaginación que dominan el siglo XX -desde Kafka, con quien no ha cesado de relacionársela, hasta Carver- y de la cual se convirtió, por vocación y por fatalidad, en uno de sus portavoces más destacados. Y así, Clarice se convirtió en la bruja (o la samaritana, o la autista, o la hermética) de las letras brasileñas.
En una de sus crónicas, Clarice parece reforzar el mito hermético (la oscuridad, por todas partes, pero también la videncia): "Una de mis hermanas estaba visitándome. Jandira entró en la sala, la miró muy seria y de repente dijo: 'El viaje que la señora desea hacer se cumplirá, y la señora está pasando por un período muy feliz en su vida'. Y se retiró. Mi hermana me miró, espantada. Un tanto intimidada, hice un gesto con las manos para significar que yo nada podía hacer, al mismo tiempo que le explicaba: 'Es que ella es vidente'. Mi hermana me respondió tranquila: 'Bueno. Cada uno tiene la empleada que se merece'".
¿Pero y si no se hubiera entendido bien a una mujer que jamás dejó de escribir lo poco que la entendían, lo sola que se sentía, lo abrumada que estaba por la incapacidad de comunicación de la que se sentía presa ("Es inútil. La otra persona siempre es un enigma")? ¿No es, después de todo, un chiste familiar (el cotilleo de dos hermanas, la delicia del hogar, la impertinencia de los subalternos, etc.), lo que, en primer término, le interesaba rescatar a Clarice en aquella estampa? ¿Y podría, cualquiera de nosotros, rechazar una invitación a un "Congreso Mundial de Brujería" (no importa dónde)? ¿No se nos impondría la obligación de ir a ver un poco de qué se trata?
Continúa acá, número 27 de El interpretador (Buenos Aires: junio de 2006)
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