Copio, a continuación, algunos fragmentos esenciales, que son a la vez indicio de una y otra cosa:
Albertina Carri no nos entrega a un personaje anclado en el pasado sino la difícil confrontación entre un presente que recuerda y un pasado que se aleja. Todo esto explica que la directora se niegue a presentarse en el proceso de hacer el duelo: de nada sirve entregar a la mirada de los otros la escena compungida pero tranquilizadora de la hija de desaparecidos en duelo. La pose del duelo nos es escamoteada y es esa frivalidad lo que más ha molestado a quienes escribieron sobre Los rubios. Aun la escena en la que ese trauma del duelo aparece más explícito (cuando la actriz personifica a la niña Albertina, el día de su cumpleaños, que pide tres deseos que son uno solo: que vuelvan ss padres), el distanciamiento es más extremo. En otra escena, el equipo se embarca en una discusión a propósito de la negativa del Instituto a apoyar la película, y Albertina corta abruptamente a sus compañeros: "Vamos a trabajar". El trabajo del cine desplaza al trabajo del duelo. En el pasado la vemos como una hija sin padre pero en el presente como una directora de cine. "En reemplazo de la familia -escribe Ana Amado-, funda una comunidad fraterna, integrada por su miniequipo de rodaje. Las pelucas rubias de todos ellos como mascarada de una filiación, a cambio de la sangre como certificación de una alianza". Documental sobre desaparecidos, Los rubios es también un documental sobre el rodaje y sobre un grupo de amigos reunidos por el cine.
Sin embargo, desde que Carri hizo la película, no parece muy sensato sostener que la hace sólo para olvidar. Carri nos entrega una pose frívola pero nada de esto es tan simple, porque lo primero que nos dice el film es que mirar, escuchar, comprender la imagen es todo un aprendizaje. No se trata solamente de hacer memoria, de colocar a cinco o seis cabezas parlantes que evoquen el pasado desde su experiencia personal y a emitir tres o cuatro juicios sobre el pasado histórico mechándolos con imágenes de archivo. La memoria tiene mecanismos mucho más complejos y el más perverso puede ser el de inmovilizarnos en el pasado suprimiendo el presente: una memoria de las huellas que ha perdido toda proyección de futuro, un duelo permanente que se obstina en un entierro perpetuo de los muertos. La directora misma llega a preguntarse en qué momento "la memoria obstinada no se convierte en un mero capricho".
El antídoto al que Albertina Carri ha recurrido para sortear esta encrucijada es la frivolidad. Una pose realmente arriesgada debido a la gravedad del conflicto, porque puede llevar al espectador a ver ahí una muestra de indolencia[1]. Y Carri parece complacerse en despistarnos y en dejar los procesos del sufrimiento más allá del alcance de nuestra mirada. (...) Con la escena semifinal del campito (lugar idílico en el que Carri pasó la infancia), la frivolidad de la directora se mezcla con una independencia de criterio y una capacidad irónica con respecto a lo que su infancia tuvo y dejó de tener. "No me gustan las vacas muertas, prefiero las arquitecturas bonitas", dice la directora en un momento, pero esto, en la superficie misma de la frivolidad, se relaciona con las vacas del campito (la fantasía), con las refacciones arquitectónicas siniestras del campo de concentración donde estuvo su padre, con las fotos de la mujer que había conocido a su padre en el campo de concentración y, finalmente, con una posición que está "en las antípodas del realismo de matadero" (Ana Amado). O sea que la frivolidad no tiene que ver con el cinismo sino con el desencanto, porque Carri pierde el paraíso dos veces (primero cuando le quitaron a sus padres y después cuando el idilio del campito se convirtió en otra cosa al enterarse de que sus padres habían estado en uno mucho peor). Su frivolidad no está en las antípodas de lo siniestro sino que es un modo de tratarlo en relación de contigüidad: es un modo de vaciar al sujeto (abandonar lo patético) para ver los funcionamientos del pasado y de la memoria. El desvío de la estética no conduce a la apoliticidad de la mirada sino que lleva por un camino diferente en el que forma y acontecimiento se potencian mutuamente. (...) La película de Carri es la más política del corpus de los documentales sobre los desaparecidos: no sólo porque hace memoria, sino porque se plantea las posibilidades de hacer una comunidad con los signos del presente. Por eso la frivolidad que parece un gesto caprichoso es, en realidad, una crítica de la identificación y de la idealización del pasado. (págs. 182-184)
[1] De hecho, Martín Kohan habla de la "total indolencia" a propósito de Carri. Indolencia es, etimológicamente, "ausencia de dolor" y, por extensión, "falta de duelo". Duelo y dolor tienen la misma raíz. Emilio Bernini habla, en cambio, de un "desinterés [subrayado mío] por acceder a ese pasado familiar y público". Ahora bien, ni siquiera en el cine hay que creer siempre en lo que se ve: ¿o es que no llegan a percibirse, más allá de lo visual, las oleadas de dolor que atraviesan a la directora cuando abre la ventanilla del auto o cuando presencia el testimonio de la mujer que delató a su padre?
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