Desapropiado, pues, mi cuerpo (porque nunca fue mío, porque aquellos a quienes pertenece deben entregarlo como parte de pago de la larga hipoteca de la vida o como botín de guerra en las escaramuzas en las que se deciden las propiedades de lo vivo), y por lo tanto desidentificado (por no decir deshecho o, incluso, desecho), la carne ingresa en una lengua extranjera: comienza a llamarse de otro modo.
Basta prestar atención al vocabulario clínico para darse cuenta de que una barrera se ha franqueado. No el vocabulario propio de la ciencia médica (aunque, naturalmente, de eso se trate) sino el vocabulario de la institución hospitalaria, donde uno pierde el nombre o donde el nombre queda disimulado en un desbarajuste de números y posiciones de expectación ("el paciente", "el sujeto").
Porto, desde hace casi una semana, una pulsera de papel que dice mi nombre, mi número de documento, mi edad y mi género (el evidente o el autopercibido), la fecha y hora de ingreso a la institución y un código de barras.
Si me perdiera en una morgue, ¿con eso alcanzaría para definir mi estatuto en el mundo de los vivos?
Contra todo lo que pudiera pensarse no detesto a los médicos (en todo caso, no detesto a todos los médicos por igual) y me conmueve el terror a la muerte que, en el fondo, les ha dictado una vocación por el cuidado (la cura) de lo que vive todavía. Si ellos (¡y ellas!) participan de una institución un poco sombría, la medicina, no son más responsables de sus desaguisados que los que a ella se entregan con algarabía, desposeyéndose de si.
Me detengo en una palabra que he escuchado varias veces y que he sido obligado a pronunciar en la última semana: "rescate".
Estoy seguro de que para los médicos y enfermeras (se me perdonarán las elecciones genéricas, pero es para abreviar), "rescate" se asocia con liberación (del dolor).
Pero "rescate" es también lo que se paga en casos de secuestro. El "libre de dolor", la ampolla de morfina, la bomba de analgésicos que porto por el mundo, es la moneda que la institución de secuestro hospitalaria me exige (amablemente) que use para reconocer su soberanía sobre lo que vive todavía.
"Pedí rescate", me dice mi médica preferida, y, cuando me pongo un poco sombrío (porque no veo el cielo, porque no me dejan caminar, porque los equipos de especialistas se pelean por el tratamiento o correctivo a aplicarme), "Ponele un poco de onda".
Es muy curioso: en el sanatorio está muy mal visto fumar un cigarrillo en el balcón; pedir morfina, en cambio, es algo que llena el piso de alegría.
Confieso que le pongo onda y pido rescate, y, mientras siga encerrado, seguiré pidiendo. Más tarde o más temprano, almorzaré desnudo.
Las tres gracias
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Mientras preparo un taller sobre el paso (siguiendo algunos motivos) de los
cuentos tradicionales, desde las lejanas cortes europeas a los libros que
hay...
Hace 2 semanas.
3 comentarios:
LINK QUE BRILLA.
LINK QUE ILUMINA
pUCK
Agréguense unas cuantas citas grecolatinas y estos ya podrían ser ensayos de Montaigne.
Realmente, como dice el duende, tu prosa sigue tan luminosa como siempre. Que te mejores pronto.
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