La internación y el arresto domiciliarios son como las astucias últimas del panoptismo, cuya eficacia está naturalmente relacionada con el costo social del servicio de separación y secuestro de los cuerpos.
Hagamos de la casa propia una sucursal de la cárcel y el hospital, donde el delincuente y el paciente serán tratados como en esas instituciones pero con costos sensiblemente inferiores al sostenimiento de un ejército sanitario y carcelario por parte del Estado y, sobre todo, comprometiendo al sujeto (al sujetado) en su propia sujeción.
Se dirá que se trata de regímenes más liberales (es decir: menos autoritarios) que los que regían en los grandes centros panópticos del XIX, y eso es cierto: en mi casa puedo regular a mi antojo el régimen de visitas, las comidas y los consumos recreativos (de tabaco, por ejemplo). Pero, al mismo tiempo, se trata de responsabilizar al anormal (el enfermo, el criminal) de su propia recuperación social, lo que da un poco de vértigo. Y el aplastamiento de la dimensión imaginaria del asunto (las fantasías carcelarias, las ensoñaciones hospitalarias, El expreso de medianoche, La montaña mágica) nos sume en el aburrimiento.
Mi régimen de internación domiciliaria supone la visita cada ocho horas de personal de enfermería que me administre el antibiótico que la aniquilación del Staphylococcus aureus que anida en mi tercera vértebra lumbar requiere. En cuanto a la analgesia y al reposo (imprescindibles en los casos de osteomielitis), todo corre por mi cuenta: yo lo administro y yo lo pago.
En su sermón 12, Maister Eckhart (1260-1328) señaló que "El hombre que se mantiene así en la Voluntad de Dios nada quiere de
nada que no sea Dios y lo que es la voluntad de Dios. Si estuviera
enfermo, no desearía la salud. Todo sufrimiento le es un gozo, toda
multiplicidad es para él la Unidad, a condición de permanecer
verdaderamente en la Voluntad de Dios. Le fueran adjudicados los
tormentos mismos del infierno, tendría gozo y beatitud. Es libre, ha
salido de si mismo; y debe estar desapegado de todo lo que le pueda
tocar. Para que mi ojo pueda ver los colores, debe estar libre de todo
color. Cuando veo un color azul o blanco, la visión de mi ojo que ve el
color, es decir aquello que ve, es idéntico a lo que ven los ojos. El
ojo en el que veo a Dios es el mismo ojo en el que Dios me ve. Mi ojo y
el ojo de Dios son un solo y único ojo, una sóla y la misma visión, un
sólo y el mismo conocimiento, un sólo y un mismo amor".
La herejía del Maestro fue retomada siglos más tarde (tachando la parte más sadomasoquista o mística o capitalista del asunto: el sufrimiento como gozo, pagate tus analgésicos), por Angelus Silesius (1624-1677), de donde la citan Borges y Barthes.
Traducida a la situación panóptica, la reversibilidad del ojo y la mirada hace del anormal su propio vigilante.
La casa (οἶκος) se transforma así en un diminuto campo de batalla donde los antibióticos luchan contra el invasor (las únicas enfermedades no imaginarias, como se sabe, son las que dependen de esa lógica de lo alienígena: virus y bacterias) y donde lo público (la sanidad pública) instala su lógica soberana devorando todo el espacio privado.
Dejo para mañana la crónica mariamorenesca de mis encuentros con la enfermería ambulatoria. Tengo, ahora, que encargar mi corset de polipropileno, que me transformará en una mezcla de Robocop y Carmen Miranda.
"Sacate fotos. Es ahora o nunca", me escribe Guillermo Piro. Tal vez consiga que la prensa pague por ellas.
Las tres gracias
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Mientras preparo un taller sobre el paso (siguiendo algunos motivos) de los
cuentos tradicionales, desde las lejanas cortes europeas a los libros que
hay...
Hace 2 semanas.
1 comentario:
Cómo mejora el blog.
Me emociona leer cada post de la epopeya de estafilococos.
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