por Daniel Link para Perfil
El humanismo (clásico o burgués) bien podría entenderse como una ficción epistolar: el ámbito definido por amigos que se escriben cartas. Incluso los libros podrían entenderse como una correspondencia lanzada al vacío: no te conozco todavía, pero he aquí lo que pienso.
Los estados modernos se definieron por el alcance de sus servicios postales (había Estado hasta donde podía llegar una notificación oficial: para la guerra, el pago de impuestos o la convocatoria ante la Ley).
En el caso de esas figuras fantasmáticas que llamamos “autor”, las cartas que escribieron nos son preciosas. La famosísima y muy mal comprendida “Carta alemana” de Samuel Beckett es una piedra de toque de su poética, organizada alrededor de la noción de “palabras inapropiadas” que allí se lee.
Hay cartas de amor, cartas de suicidas, cartas desde la trinchera, cartas públicas (Émile Zola, Rodolfo Walsh) cuya trascendencia política no disminuye con el tiempo.
Hay también cartas intelectuales, un género que parece haber desaparecido de nuestro horizonte, dominado por la necesaria banalidad de los intercambios conversacionales, la inmediatez del correo electrónico y la chatura argumentativa que arrastra a la justicia, a los medios de comunicación, a la política a niveles de brutalismo ya casi intolerables (lo estamos viendo en estos días).
Para los círculos filosóficos entre los antiguos romanos, escribir cartas implicaba, al mismo tiempo, ordenar las propias ideas y adoptar una forma de vida propia, una ética, una perspectiva para ver el mundo y actuar en él. Las correspondencias intelectuales modelaron, cuando existían, la posibilidad y la necesidad del rigor para decir, proponer, objetar, hacer.
Como todo eso parecía haberse perdido, hay que saludar el libro Las posesas, firmado por Albertina Carri y Esther Díaz y distribuido en estos días por Caja Negra, como un verdadero acontecimiento: recupera para nosotras, lectoras ávidas de una humanidad críticamente renovada, la posibilidad de acceder al registro de dos testigas de un presente que (como ellas) no terminamos de entender del todo.
El ejercicio que dio origen al libro constituye la primera parte: convocadas por Liliana Viola, Albertina y Esther debían escribirse diariamente correos sobre la memoria, para realizar luego una performance en el CCK en marzo de 2020. Como la pandemia se llevó todos los proyectos por delante, ese objetivo quedó reducido a su mínima expresión (un podcast, líbrennos la musas de tener que escucharlo) pero las corresponsales decidieron seguir escribiéndose, esta vez cada quince días. Es la segunda parte del libro, cuyo tema habrían de ser las pérdidas pero que bien pronto, gracias a la agudeza de Esther, se complica con las perdidas: ellas, perdidas en el tiempo que les tocó vivir, no dejan de interrogarlo y de buscar en los libros viejos y en las recopilaciones de cartas las claves para poder hacerlo.
Que se trata de un género olvidado se nota en los titubeos de la primera parte, donde nada termina de cuajar y las corresponsales (que no se conocían personalmente antes del encargo) tratan, sobre todo, de agradarse. De paso, un libro como Las posesas es sobre todo un desafío para el editor, porque al pasar del circuito de lo privado al de lo público, la correspondencia adquiere un doble destinatario y esa duplicidad debe ser conservada a toda costa, para que no incomode a la lectura. Muchas de las decisiones de Caja Negra son, en este punto, objetables. Por ejemplo: es casi imposible creer que Esther le diga a Albertina: “lo que dice Buñuel en Mi último suspiro, que es su autobiografía”. Esa cláusula aclaratoria denigra a la corresponsal que recibe la carta pero también al lector que, si está dispuesto a leer la correspondencia de dos nombres mayores del pensamiento argentino (en la filosofía, en el cine y la literatura) no ignora el nombre del siniestro "amigo" de García Lorca, ni sus obras.
Más allá de esos titubeos y esos deslices de edición (después de todo, son cosas que se aprenden) los intercambios que incluye Las posesas incluyen apuestas de pensamiento de gran aliento y, sobre todo en la segunda parte, una voluntad para ponerse en juego que sobrepasa con creces al simple comentario de las circunstancias. El libro no es una “obra” sino la condición de posibilidad de toda obra: asumir el riesgo de pensar.
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