No es verdad que en Berlín no haya vandalismo en el transporte público. Basta ver las fotos que colecciona S., con una fruición que le ha ganado más de un admirador. Prácticamente todos los vidrios de los trenes (superficiales o subterráneos) están intervenidos por artistas del grafitti, cuando no los vagones enteros, como uno que vimos el otro día en Tiergarten, completamente pintado con aerosoles, incluidas las puertas y las ventanillas.
Lo que ocurre es que aquí las empresas de transporte se encargan de reparar los daños de un día para el otro, de lo cual son muestra elocuente las ligeras divergencias en los tapizados de los asientos de los trenes: es evidente que las telas plásticas, rotas, fueron reemplazadas (en algunos casos emparchadas con discreción de abuela) con nuevas partidas que difieren levemente en las tonalidades o en las texturas. Lo mismo sucede con los vidrios: rayados como están, nunca los hemos visto sucios y seguramente se podría comer sobre ellos, usándolos de platos. La gente parece tolerar mejor, de ese modo, la idea de que aquí no ha pasado nada.
Por supuesto, hemos adivinado que algo oscuro se esconde detrás de la manía de rayar los vidrios (más allá del resultado, es un trabajo que demanda el concurso de varias personas y un esfuerzo físico extraordinario para poder resolverlo sin ser víctima de las autoridades públicas). Suponemos que los vándalos portan herramientas especialmente diseñadas para tallar vidrios, y que prefieren ese método a cualquier otro porque, de ese modo, sus inscripciones resultan indelebles.
Foto: Sebastián Freire
Ni siquiera el atemorizante joven que desde al menos una ventana por tren conmina a terminar con la costumbre de arruinar los vidrios (porque se vería mejor el paisaje, porque en última instancia todos los contribuyentes tienen que pagar por esas intervenciones caprichosas) parece haber tenido alguna influencia en los desconocidos y por lo tanto impunes escritores o dibujantes.
Como sé que el caso apasionaría a la Dra. Claudia Kozak, que tiene debilidad por las "escrituras urbanas", reproduzco la conversación que tuvimos la otra noche con Tanja, nuestra amiga croata, cuando le comentamos nuestras impresiones al respecto. Ella nos hizo notar que (como suele suceder con este tipo de grafittis en todo el mundo), son a simple vista de imposible decodificación. Esos mensajes comenzaron siendo señales de inscripción en el tramado urbano de diferentes tribus, pero poco a poco se fueron transformando en otra cosa. Un poco tuvo que ver con eso la progresiva incorporación de los jóvenes (que no son una especie abundante) a las duras realidades del trabajo, la unidad alemana y la constitución del mercado común europeo.
Hay que notar, por otro lado, que, más allá de las paredes (y habría que ver siempre de cuáles se trata, porque como cualquier puede imaginar, jamás se ha visto el edificio de la Staatsoper o de la Cancillería intervenidos), esas escrituras se realizan exclusivamente en ventanillas de trenes. No en ventanillas de buses (lo que es obvio: porque el conductor controla desde un monitor de televisión la totalidad de la unidad que conduce), pero tampoco en teléfonos públicos o porteros eléctricos o vidrios de los Geldautomaten, lo que sin duda generaría pánico social, anomia, guerra civil.
De lo que se trata aquí es de un mensaje: a) cifrado, b) dirigido (en virtud de la exclusividad del soporte). Lo que claramente implica, al menos en la perspectiva de una semióloga de la voz (disciplina que, en su complejidad, adoramos), que, para alguien, esos mensajes significan algo (y no sólamente para quien lo escribió).
¿Para quién, para quién?, exclamamos al unísono S. y yo. Después de todo, parecerían mensajes dirigidos a todos y a cualquiera de las personas que utilizan los trenes. "Error de concepto, pero además error de percepción", dijo Tanja, con esa adorable manera de pronunciar las erres que tiene.
Para el común de los usuarios (dejemos de lado las tribus urbanas, porque son un fenomeno completamente residual), los jeroglíficos que ven en las ventanillas sólo significan lo que el Estado les indica: algo que se interpone entre el paisaje urbano y sus ojos (como si las intervenciones estatales en el espacio ciudadano, pongamos como ejemplo Potsdamer Platz, no fueran en sí horribles). No tienen un sentido, sino una función, o al menos los ciudadanos están acostumbrados a considerar que el sentido es la función y no otra cosa. Sea: ¿pero acaso no sería lícito pensar también que la función es el sentido?
¿A quién que no fuera un psicótico podría interesarle dedicar sus esfuerzos a la función de impedir la libre visibilidad del paisaje por parte de los otros? Admitamos que algún que otro psicótico puede haber, pero la cantidad necesaria para intervenir todas y cada una de las ventanillas de los trenes de Berlín (aún considerando la variable temporal) es tan grande que la ciudad se habría ya desintegrado. No hay psicosis, en ese hábito, sino decisión. Ergo: para desentrañar la función, debe haber sentido.
Esos mensajes (y que sean "mensajes" lo requiere como condición necesaria) están destinados a alguien en particular, que los ve como mensajes y no como mera interferencia. ¡De acuerdo, pero quiénes son!, estuve a punto de exclamar.
Por suerte no lo hice, porque en ese momento se sumó a la sobremesa una diseñadora de Düsseldorf y no son cosas, dijo Tanja misteriosamente, que convenga hablar ante alemanes de esa zona.
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