domingo, 21 de septiembre de 2008

Dicen que...

Ocasión y sustancia

por Silvio Mattoni

La mafia rusa, por Daniel Link, Emecé, Buenos Aires, 2008.

Quizás haya un hecho que recalca el fin de la alta literatura en este libro de Daniel Link. Y no se trata de su tono ni de la posible mezcla de lo autobiográfico con lo literario que provendría de esas ficciones etéreas que se denominan “blogs”. Todo lo contrario, sus frases son mesuradas, concisas, ingeniosas. No escamotean imágenes, connotaciones ni narratividades. Pero lo que pone en crisis la idea de literatura en los textos de La mafia rusa es que son escritos vinculados a cierta contingencia. Al final del libro, una lista señala las revistas, sitios web, diarios donde aparecieron. Incluso uno de los relatos –llamémoslos así– más heterogéneo del conjunto, que se titula “Parpadeos”, juega con la situación del encargo literario sobre un tema, la pereza, que el protagonista sufre al mismo tiempo que lo analiza. Menos notoriamente, los demás escritos parecen responder a esa lógica del pedido, de la demanda de la ocasión. Ya no se plantea pues la inquietud moderna que anhela la obra, el libro que modificaría todo lo leído antes, sino una especie de mensaje pulsátil, que late desde lo singular de alguien que escribe, que existe en el presente y no pide morir en la tristeza de la biblioteca entre los muertos célebres.
Por otro lado, la mayoría de los relatos del libro se inscriben en dos modalidades de la ficción autobiográfica: el diario de viaje y la rememoración. En ambos casos, lo que se registra y lo que se recuerda participan de la anécdota, constituyen un caso o una parte de un caso que la lucidez del narrador ofrece a la vez como ejemplo y como excepción. Recordemos que “anécdota”, en griego, quería decir “cosas inéditas”. La infancia de clase media empobrecida o los episodios europeos pueden pasarle a cualquiera, estar en el pasado de cualquiera. Y sin embargo, la forma en que retornan a la memoria del escritor sólo puede corresponder a un ser. En el libro, aunque por momentos podamos confundirlo con el autor y más aún si supiéramos algunos datos de su vida, el protagonista de viajes y rememoraciones se llama Manuel Spitz, nombre que rima con la firma justamente para señalar la resonancia de lo semejante entre ficción y biografía, pero también la infinita distancia de esas expresiones paralelas. Como el pensamiento y la extensión, únicos atributos de la sustancia única de Spinoza, la literatura y la vida se comunican sin tocarse nunca. Pienso en el Marcel de la escritura de Proust y su eco en el “marcelismo” de los lectores que no dejan de coleccionar los retazos de una vida aligerada de casi todo su peso por la fuerza de la obra.
Link, que ha firmado antes de la forma del libro casi todos estos textos, plantea esa oscilación entre dos órdenes sin la cual ninguna literatura supera el simple juego. Aunque también hace surgir en su estilo un tercer orden, el de la reflexión, algo que en otro sistema puede llamarse ironía. Entre el chico pobre y enfermizo refugiado en la literatura que siempre se evade de la insoportable, inexorable cuestión social, y el viajero cosmopolita y cuasi-esteta que investiga los resquicios de una falsa reconstrucción cultural en Berlín o disfruta de las mieles acerbas de las residencias de artista, parece haber un hiato insalvable. Tanto que hasta cierto punto el libro promete dos novelas en germen: por un lado, la formación del escritor, desde el barro del barrio cordobés hasta el brillo laminado de la publicación de lo escrito; y por el otro, la crítica novelada del presente, el carácter disfuncional y esencialmente patológico del mundo global, momento en que incluso La mafia rusa puede arriesgarse a tocar las cuerdas de la teoría conspirativa o de la tecno-ficción. No obstante, poco a poco, la ironía de las diferencias entre los textos termina siendo su elemento cohesivo. Como ya dije, esa cohesión es obra del estilo, que puede descomponer la placa metálica aciaga de una traición a los ocho años, que recuerda la acción resentida de aceptar un destino de clase media en la narrativa de Arlt, y torcer esa opacidad hasta convertirla en un prisma iluminador, como de acero cromado. En una de sus caras entonces, está la descripción sociológica, forma desnuda de un sufrimiento que se describe así: “Como me sentía, comparativamente, muy pobre –el colegio quedaba en Argüello, mis compañeros de aula vivían en el Cerro de las Rosas o en Alta Córdoba, yo vivía en un barrio obrero: Barrio Talleres (O)–, no desperdiciaba ocasión para hacer gala de mis tesoros.” Y en otra cara del prisma, desde la autoconciencia ganada por el dolor y los años, la sentencia, la transformación del estado social en sentimiento: “Sabía que me había convertido en un perverso dialéctico, o en un canalla, qué más da. Sabía que, a partir de entonces, la infancia sólo me habitaría como el otro que ya no podría ser, un moriturum, un muerto vivo, un pequeño príncipe perdido en un laberinto de espejos que parecen asteroides distantes.” Y este yo perdido, solitario aun en la amistad y el amor, ¿no es acaso el sujeto de los viajes, que registra hasta su más profunda inacción porque no puede atravesar la vida extensa sin el pensamiento intenso? Las palabras, el habla íntima y la firma pública, serían por lo tanto ese tercer orden, ni atributo ni sustancia, que puede mitigar, u olvidar quizás, la escisión originaria.
El carácter encargado de los escritos parece reafirmar la frase con que el narrador recuerda al niño que fue, a la manera de un lema que diría: no desperdiciar la ocasión para hacer gala del pequeño, casi inexistente tesoro que se tiene. O sea: no dejar pasar la oportunidad de escribir, de inscribirse en lo escrito aun cuando no haya nada que decir. Y ese lema está debajo de un emblema o de varios: el adulto que exprime el tubo de dentífrico con una manía que viene de un linaje pobre; el que atesora un culto kitsch por la emperatriz Sissi, que uniría a los plebeyos de allá con los de acá, el pasado y el presente, el imperio austrohúngaro y el peronismo; el escritor perdido en el aeropuerto, que pierde la memoria; el que sueña con otra vida; la araña que deja flotar en el aire su hilo para empezar una tela encabalgada en el viento de la ocasión. “Como la araña –escribe Link–, dejo volar al viento un hilo brillante de imaginación, a ver con qué se encuentra.”
En este sentido, aunque los tañidos de la resonancia biográfica de La mafia rusa parezcan interpretar la música de la sonata proustiana, no se trata de lo mismo. La obra no es necesaria, ni absoluta. No absorbe la savia de la vida hasta dejarla seca. No procura eternizar lo contingente, sino más bien darle la fuerza irónica de lo ocasional a una destreza en el estilo y a un destino particular. Hacer gala del estilo, aunque no haya más pretexto que la ocasión, que siempre se agarra de los pelos porque su esencia es la huida, sería como vestirse con ropa de fiesta, algo que puede desembocar en la felicidad pero sólo en el presente. No se escribe para recobrar el tiempo, sino sobre su pérdida, para perderlo sin objeto. “Cuando escribo –dice un personaje aquí–, escarbo hasta el más ínfimo átomo de nada.” Y desde Guillermo de Aquitania, creemos saber que escribir sobre nada es apegarse al ritmo de las palabras, y que esa escritura que no dice nada constituye el armazón de lo que llamamos literatura. Hace mil años, Guillermo cantó:

Haré un poema de la pura nada:
que no hablará de mi ni de otra gente,
no celebrará amor ni juventud
ni cosa alguna,
sino que fue compuesto durmiendo
sobre un caballo.

En un avión, en un tren urbano de Berlín, en el fetichismo que retrocede hacia su origen infantil, Link hace cabalgar su propio ritmo, que a la vez se frena en el fragmento, el recorte, para pensarse y avanzar de nuevo. Como si este libro no dejara de preguntar: ¿quién habla en la escritura? O bien: ¿hay un cuerpo detrás de las palabras o es sólo la ilusión de la deíxis? El escritor perdido del relato titulado “Accidente cerebrovascular” responde: “No soy yo. No es yo.” Pero el analista de la memoria sufriente repite: “Yo fui un niño de ocho años”, “Yo fui pobre”, mientras sueña con algo indeterminado, tan improbable como promisorio y que sería “La vida futura”.
Perder o encontrar el cuerpo con las palabras son acciones similares porque ambas indican la distancia que nos separa del lenguaje y que nos hizo ser; pueden desembocar en la misma anestesia, algo que me gustaría llamar una estética del olvido de sí. El yo se abisma entonces en el niño perdido, o en el deseo que asedia el ocio meridiano del escritor, o en ese tren fantasma de las sensaciones que desarticula las frases y que suele presentarse como mundo. Por lo tanto, el yo se fragmenta, se deposita en los intervalos donde cede el piso gomoso, viscoso de la comunicación. La conciencia lúcida que analiza su propio registro y las ficciones de su memoria, los encubrimientos y selecciones del afecto, luego de profundizar su propia dialéctica, se hunde en el dichoso naufragio del cuerpo. Como un San Sebastián delirante, mártir y emblema del goce, que Link describe en el más insólito de los viajes que cuenta, el cuerpo, atravesado por las palabras flechas, se descubre en los intervalos, en el desplazamiento erotizado del sentido. Quizás por eso, a fin de cuentas, La mafia rusa podría ser una forma de la novela que no se resigna al ya tedioso punto de vista único, que se hace de fragmentos ocasionales, diversos, unidos por un estilo. La buena conciencia literaria que imponía unidad en la obra, esa utopía que desconocía la doble articulación vacía del lenguaje, se disuelve para que florezca la impresión del cuerpo. Algo que en realidad retorna y fue siempre el lugar físico de las letras: la pequeña herida que se hace pública. Y porque las palabras no nos pertenecen puede Link anotar su impresión lírica en el personaje que habla así: “Emito, lo siento, bisbiseos que no comprendo del todo, radiante. Miro el cielo, creo estar mirando el cielo, pero es el cielo quien, como el ojo de Silesius, me mira con tal intensidad que con sólo esa flecha envenenada de visión recíproca entiendo que me ordena cosas. ¿Qué hago con mi cuerpo? ¿Qué le pasa a mi cuerpo? ¿Quién está en mi cuerpo? Hago cosas con mi cuerpo que no sé qué son, qué significan. Pero sé quién manda hacerlas, y las hago.” Es un mandato que viene desde el fondo de lo olvidado o de lo inmemorial, desde la edad de los imperios que se sueñan en la infancia. Mientras en el presente en que se escribe, ese cuerpo, acosado alternadamente por la inacción y el deber, recibe una mirada desde aquel cielo donde se perdió un pequeño príncipe congelado ante el espejo. Pero su pobreza se ha vuelto noble; la anestesia desinteresada dedica ahora las ocasiones de escribir a la claridad, la ausencia intensa y el rapto que hace leer.

1 comentario:

Cora dijo...

Me alegra saber que llegaste bien. Nosotros nos fuimos a brindar a un bar cercano junto a nuestras familias y toda la banda de MaraddónPress. Lo curioso fue que en ese bar ya había otro festejo y entre los invitados, un hombre con una guitarra que nos cantaba a todos. Terminamos todos cantando y Pelopincho hasta improvisó una versión acústica de Pasame el jabón. Todo eso fue registrado asi que en cuanto suban los videos te los paso porque nunca pensamos que podíamos pasarla taan bien de manera tan inesperada. Sí, lo inesperado siempre sale mejor, o esa sensación te da.
Con respecto a lo que me preguntás, hace unos meses se nos había ocurrido hacer un "recitado" con una poeta de acá, pero quedó en nada. Una vez recitamos el poema nº21 de Espantapájaros de Girondo en un show de Pelopincho, pero nada más. Claro que no tenemos registro de eso porque justo se quedó sin batería la cámara y llegamos a grabar la mitad del recitado.
Cualquier cosa, nuestro mail es somos.verano@hotmail.com . Escribinos y nos mantenemos en contacto por ahí también.

Espero que sigas bien. La feria termina mañana y a mi me da una nostalgia increíble, por la feria en sí misma y por todas las cosas lindas que pasaron en su marco.

Un saludo muy grande!