Y antes de aterrizar en Cairo estuvo dando vueltas sobre el delta del Nilo y el desierto durante largo rato.
Conclusión: hicimos tierra cuando estaba casi anocheciendo.
Apenas S. encendió su celular comenzó el bombardeo de mensajes de texto de Florencia. “¿Dónde están?”, era el primero. El segundo: “Kaleb los está esperando”. El tercero: “Los espero en Alejandría”. El cuarto: “¿Trajeron traje?”. El quinto, humorístico: “Abarajame la valija”.
Kaleb, en efecto, nos esperaba en el aeropuerto de Cairo pero no, como hubiéramos supuesto, en la puerta de salida, sino antes de migraciones, con un cartel gigantesco que proclamaba mi nombre. Tomó nuestros pasaportes, pegó sendas visas en ellos (etiquetas autoadhesivas que se compran en quioscos específicamente destinados a tal efecto), volvió a llenar nuestras papeletas de migraciones y nos condujo al primer puesto de control, donde hizo todos los trámites por nosotros. Después, recuperó nuestro equipaje y nos condujo hasta la puerta, sin dejar de sonreir un solo momento. S. dijo, apenas verlo: “Es igual a Anubis”. Era cierto. Una vez que hubimos atravesado todas las dificultades imaginables en un aeropuerto árabe como si voláramos en una alfombra mágica, concluyó: “Me siento como Liza Minelli”.
Fuera del aeropuerto, Kaleb nos depósito en los brazos de quien sería nuestro guía (¿Quién había dispuesto semejantes arreglos? Tardaríamos unas horas en saberlo), Mohammed, el chico más hermoso de Cairo, que se hizo cargo de la gigantesca maleta roja que constituía nuestro equipaje principal y nos metió en un taxi.
Le murmuré a S.: “A Liza le hubieran puesto una limousina, qué amarreta tu amiga Florencia”. ¿Iríamos en auto hasta Alexandría? En avión, era evidente, no. Momento de presentaciones. Mohammed nos presentó al que sería nuestro chófer, Mohammed. “Otro”, dijimos. “Y, sí”, sonrió Mohammed Hermoso. “Acá es así”.
Mohammed Hermoso empezó a entregarnos papeles y a explicarnos nuestro itinerario. Nos íbamos corriendo a la estación de trenes para tomar el primero que saliera rumbo a la ciudad costera donde Florencia nos estaba esperando para que la acompañáramos en un evento organizado en la Biblioteca de Alejandría. Llegamos a la estación poco antes de las 6, cuando estaba anunciada la partida del próximo tren. Corrimos a la boletería. Ya se habían acabado los pasajes de primera clase, así que tuvimos que comprar billetes de segunda. A nuestro alrededor, muchas personas estaban ya orando, cara a la Meca.
En el andén, recibimos un shock arábigo: multitudes jamás vistas en semejante número esperaban trenes. El noventa por ciento de quienes las integraban eran hombres, el cincuenta por ciento vestía traje militar y el treinta por ciento restante caftán.
El tren tardó cuarenta minutos en llegar. Mientras tanto, Mohammed Hermoso nos deleitaba contándonos aspectos de su vida (nos babeábamos)
y explicándonos los siguientes pasos: pasaríamos en Alejandría dos noches y el viernes estaríamos de vuelta en Cairo. Tomaríamos el tren de las 14.00 hs (esta vez en primera clase) y él nos estaría esperando en el puesto de “Customer service”. De todos modos, le arrancamos el número de celular, por si acaso.
En Alejandría tendríamos que tomar un taxi que nos llevaría al hotel costero en el que se nos había reservado alojamiento. A las 21.00 de ayer llegábamos a... ¡Mar del Plata! Alejandría es idéntica a Mar del Plata, igualmente arruinada por el peronismo (que aquí no se llama así, pero el efecto sobre la ciudad es el mismo: una ruina de antiguas opulencias, mucho más radical, claro). La costa, idéntica (al menos de noche). Estamos en un noveno piso con vista al Mediterráneo (o como se llame de este lado del mundo).
Nos cambiamos a las apuradas, porque se nos esperaba a las 20.30 en la Biblioteca. Por fortuna, yo tenía traje (S. no, pero se armó un “elegante sport” que podía sacarlo de apuros).
No sé por qué nos mandaron a este hotel, porque la Biblioteca queda en la otra punta de la costanera, más cerca del Cecil. Cuando llegamos, el evento estaba terminando, había miles de chicas sacándose fotos, pero Florencia no aparecía por ninguna parte. Intentamos localizarla por teléfono, pero su celular aparecía fuera de servicio.
Nos volvimos al hotel, donde al menos alguien entiende algo de inglés. Nos dijeron que Florencia había pasado por allí a buscarnos y nos había dejado un sobre. Lo abrimos ya en el cuarto. Nos decía: “Lo de la Biblioteca fue una pantalla. No le digan nada a mamá. Mañana hablamos mejor. Gracias por hacerme pata”.
Me dio un ataque de furia y empecé a gritar improperios a S.: “No sé cómo me dejé arrastrar en esta aventura ridícula”, “Esa chica me saca de quicio”, “Ahora la entiendo a la madre”, “No sé cómo la aguanta” y otras cosas por el estilo. Estábamos sirviéndole de pantalla a una mocosa engreída que quién sabe en qué francachelas se habría embarcado. Y encima nos perdíamos de estar con nuestro Mohammed Hermoso, a quien ya estábamos extrañando. Ahora, después del desayuno, veremos si conseguimos dar con el paradero de la díscola heredera.
(Fotos: D.L. y Sebastián Freire)
1 comentario:
¡Es verdad! Al menos por lo que se ve en la foto respectiva, ¡Alejandría es igual a mi querida Mar del Plata!
¡Qué la disfruten!
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