Sabemos que en países como el nuestro, el Estado se distribuye irregularmente a lo largo y a lo ancho del territorio nacional, que presenta agujeros enormes de desestatalización, a donde no llegan las políticas públicas, ni el transporte, ni la educación, ni la cultura, ni las comunicaciones.
Pero también sabemos que el Estado, como categoría política, es totalitario.
Podría decirse que la lenta ruina de Occidente comenzó cuando los Estados se impusieron como modo de organización social a las ciudades (que lucharon en contra de esa fatalidad), y que todavía hoy somos víctimas de esa prepotencia histórica.
Pero las ciudades no han muerto y cada tanto dejan oir sus campanadas. Hace un par de veranos, Gualeguaychú (una ciudad) levantó su voz contra un Estado (Uruguay), poniendo en evidencia la debilidad de otro (Argentina), que no se había percatado del riesgo de habitabilidad en que había sido puesta su población. Sin aquella protesta ciudadana imprevista, el río Uruguay estaría hoy condenado. Quienes visitaron Gualeguaychú para interiorizarse sobre la resistencia a las pasteras coinciden: la llevan adelante personas normales (no son fanáticos de alguna corriente política o ideológica), pero que parecen fuera de la razón, maníacas.
Es que ellos, los habitantes de la ciudad, han decidido obrar en tanto ciudadanos en sentido estricto, con total prescindencia de las razones estatales, que miran con recelo. Imaginan su vida respecto de la lógica de
Tal vez habría que reclamar un mayor poderío de las ciudades, lo que alguna vez se llamó federalismo. Que modernice el Estado las ciudades, que las comunique entre sí y, después, que las escuche hablar.
Las tres gracias
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Mientras preparo un taller sobre el paso (siguiendo algunos motivos) de los
cuentos tradicionales, desde las lejanas cortes europeas a los libros que
hay...
Hace 2 semanas.
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