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Entrevista en Ciudad Abierta
Por Daniel Link para Perfil
Tomábamos el aperitivo en la galería nueva, mientras las carnes terminaban de asarse. No estaba previsto que lloviera ni que hubiera nubes y por eso nos extrañó el manto púrpura (de un violeta intenso, casi negro) que se insinuaba entre los árboles y que en quince minutos cubrió el cielo de parte a parte.
Pero no era una nube, porque la luz del sol seguía torturando el mediodía: parecía una tormenta de tierra. Supusimos que habría de pasar de largo y así fue. Media hora después el cielo estaba límpido de nuevo. No recordábamos un fenómeno semejante.
Me conecté a Internet para ver si había observaciones que nos benefeciaran (descartamos que el incendio de la Reserva Ecológica fuera la causa de esa sombra sutil pero estremecedora). Los titulares de los diarios decían que una planta de reciclado de cubiertas de auto, cerca del Camino del Buen Ayre, se había prendido fuego: cincuenta unidades de bomberos combatían el siniestro desde la mañana y se evaluaban las consecuencias ecológicas.
Así debe verse el fin del mundo: como una nube tóxica que avanza por el cielo pero que en lugar de pasar con rumbo incierto, llevada por los vientos, queda tendida, pegajosa y letal, sobre nosotros. Un efecto colateral de la irresponsable manía civilizatoria que se conoce con el nombre de capitalismo.
Siempre pienso que si la destrucción (del mundo, del capitalismo) fuera total, la recibiría con algarabía: por fin ese error, ese intervalo en el curso natural de las cosas, el ser humano, habría desaparecido del universo (que nunca entendió).
Pero es más probable que, como tantas otras veces, sólo los menos privilegiados sufrieran los efectos de la catástrofe. Así no, así qué gracia...
La loca es fatalmente humorista: sólo la risa podrá salvarla (piensa) de la condena de los otros y por eso aprende, antes que nadie, a reírse de si. Cuanto más pueda sobrevivir al ejercicio de su propia crueldad, tanto más a salvo estará de las fantasías de exterminio (de los otros).
Por eso, tal vez, siempre hay algo de loca en los humoristas, independientemente de sus temas y de sus opciones sexuales. Exagerada, caricaturesca, implacable: nunca se sabrá si todo eso que la loca es (imagina ser) le viene del humorismo como ejercicio, o si es lo que le ha dado a la poesía (desde Marcial, Catulo, tantos otros) como su más íntimo regalo.
La risa es un instante de peligro en que las cosas dejan de ser lo que eran y se transforman en otras, los órdenes se invierten, se profana lo sacro, todo se mezcla y se confunde: es el carnaval, el fin de los principios trascendentales, el punto de juntura entre el alma y el cuerpo (se puede “morir de risa”, “llorar de risa”, “mearse de risa”: todo el cuerpo es afectado por un estado de la imaginación y del espíritu).
Por supuesto, la loca puede ser de una seriedad que quema, pero en el fondo sabe (porque ha escuchado cada bolero, esa escuela sentimental de la loca) que “la vida es un escenario” y “lo tuyo es puro teatro”.
A veces, el humor de la loca se vuelve profesional: es el caso de Wilde y sus epigramas (o algunas de sus obras de teatro). La agudeza, los juegos de palabras, el embrollo, la catástrofe y los equívocos: la loca gusta con particular deleite de esas operaciones del discurso que tensan al máximo la articulación entre persona, acción y narración.
Proust, que será siempre el modelo (el umbral y el límite) de la teoría de la loca, lo supo desde el principio: su Sodoma y Gomorra expone no sólo la imposibilidad definitiva de una teoría de la sexualidad humana sino también las unidades de discurso que constituyen a la loca como texto: el ocultamiento, la revelación, la comunidad inconfesable, la metamorfosis generalizada, el traspie, la desconfianza, el chisme y el rumor. Pero antes (mucho antes), Proust debió decidir un punto de vista narrativo que le permitiera decir lo que quisiera y pasar de lo personal a lo apersonal como si nada, sin consecuencias graves (ni para el narrador ni para el lector). Encontró ese punto de coagulación de su novela (de la novela: es muy probable que no haya otra, ni antes ni después, que En busca del tiempo perdido) en la Tante Leonie, ese personaje que todo lo ve a través de la ventana de su cuarto, al que se ha confinado y a donde convoca a los demás para que completen los huecos narrativos que su imaginación no alcanza a rellenar. La Tante, Proust lo sabía, es la Gran Loca (nada que ver con “el homosexual”, esa noción pedante y germánica que Proust rechazó explícitamente; ni tampoco con el invertido estetizante de Gide, quien rechazó por incomprensión del alocamiento novelesco de Proust la publicación de En busca del tiempo perdido).
Muchos años después, otro gran artista volvió a encontrar en la Tante el punto de vista para provocar una crítica radical y demoledora del mundo (a través del humor, naturalmente). Me refiero a Copi, y a La Mujer Sentada, la tira de humor gráfico que publicó durante años en Le Nouvel Observateur y otras publicaciones periódicas.
Según César Aira, el personaje principal de la tira (una mujer sentada, ociosa, inactiva, muchas veces ruda y descortés con quienes se presentan ante ella para conversar) encarna la imagen de la tía paralítica del autor, a la que “quiso como a nadie”. La mujer sentada es, pues, la Tante de Copi (o Copi encuentra en la mujer sentada a su propia Tante).
Pero además, La Femme Assise (“La mujer sentada”) es el título de uno de los libros del inventor del superrealismo (Las tetas de Tiresias, drama superrealista, 1917), Guillaume Apollinaire.
La mujer sentada de Apollinaire (publicada póstumamente en 1920) es una “novela” que articula dos planos narrativos: por un lado, la vida de Elvire Goulot, una demi-mondaine que se dedica a pintar caballos y a seducir a hombres y mujeres en el París de la Gran Guerra (el mismo de Sodoma y Gomorra); por el otro, las peripecias de la abuela de Elvire, Pamela Monsenergues, quien, a mediados del siglo XIX, dejó Francia para unirse a los mormones de Salt Lake City, Utah (no es casual que parezca un argumento de Copi).
La Femme Assise, dice Apollinaire, era una moneda falsa suiza que había que evitar recibir de vuelto. Como la moneda, Elvire es un personaje falso y “no pasa” (apenas un nombre propio que sirve para encadenar los mil pormenores que Apollinaire le asigna).
Copi (Raúl Damonte: Buenos Aires, 1939 - París, 1987) ya había publicado en Buenos Aires tiras de humor gráfico en revistas como Tía Vicenta y 4 Patas, entre 1955 y 1962 (Oski, Quino, y Kalondi son sus compañeros de ruta por entonces). El personaje que creó durante esos años fue “Gastón, el perro oligarca”, para el diario Tribuna Popular, una sátira a los integrantes de la Revolución Libertadora (Aramburu y Rojas aparecían dibujados como Luis XVI y María Antonieta, así como en la tapa del libro de cocina Recetas para la austeridad firmado por su madre y por su tía, Copi satirizó a Álvaro Alsogaray).
La mujer sentada de Copi comenzó a aparecer en Le Nouvel Observateur en 1964. Formalmente muy sencilla y, al mismo tiempo, extremadamente sofisticada, la tira presenta, como se sabe, a una mujer sentada (la silla es continuación de su cuerpo) en diálogo con ocasionales visitantes (uno de ellos, un cuasi-pollo que muchos han señalado como un antecedente del Clemente de Caloi). Es un éxito inmediato que le permite a Copi comenzar a vivir de su arte (y hacer del “vivir de su arte” uno de los temas obsesivos de su obra).
Pareciera que Copi (y su humor) coagulan en el momento en que la Tante (la tía paralítica, o la Tía Vicenta) se encuentra con el gordo Apollinaire (la más rancia vanguardia). En una entrevista que le realizó José Tcherkaski, Copi insistió en el equívoco que suponía para él el éxito de La mujer sentada como sátira deudora del imaginario de la izquierda francesa de entonces: “¿qué sabrán ellos de la influencia que yo puedo tener de Landrú o de Lino Palacio?”.
Como ha señalado una de las mejores conocedoras de la obra humorística de Copi, Isabel Plante, Copi llevó a La mujer sentada el “humor tonto” que compartía con Landrú y con Oski, pero su capacidad para triturar y mezclar tradiciones bien distintas y la excentricidad de su punto de vista (la Tante, la loca) dio un resultado que todavía parece un milagro.
Si bien Copi participa desde el comienzo de su radicación en París de los ambientes teatrales de vanguardia, no es sino hasta 1970, con el estreno y el escándalo de Eva Perón que comenzará a ser reconocido como dramaturgo. Hasta entonces, Copi es un humorista (el más famoso de Francia, contratado incluso para publicitar en televisión las aguas Pérrier) y La mujer sentada un suceso de proporciones inimaginables (en la novela El baile de las locas de 1977, el protagonista se llama Copi, es una loca y sufre el suplicio de tener que dibujar historietas por encargo). Lo que Copi no pudo incluir en Le Nouvel Observateur por las obvias limitaciones del medio, aparecerá sin embargo en las tiras publicadas a partir de los años setenta en revistas como Charlie Mensuel o Hara Kiri (un curso presencial de sexo oral a cargo de la mujer sentada; Kulotó, un pigmeo africano que habla mal el francés obligado a casarse con una mujer blanca; la mujer sentada, transformada en reina de los Incas, en el proceso de sacrificar a su hija de doce años; una carmelita que sueña que es poseída por un indio amazónico, hijo natural de un misionero...).
Pero Copi no necesitaba tensar la cuerda de los “temas” para conseguir lo que se proponía (desbaratar el mundo y reconstruirlo sobre nuevas bases) y, cuando lo hizo, fue para responder a una demanda. Le bastaba con poner a la mujer sentada a mirar la luna, notar que la luna se veía cuadrada, señalar lo raro del fenómeno, hacerla preguntarse cuál sería la razón de algo semejante y concluir en que la luna había cambiado de forma. Todo eso, claro, en diálogo consigo misma. ¿No es el humor, en última instancia, ese cambio radical de las formas naturales y esa exterioridad respecto de si?
El trabajo rural es, por naturaleza, esclavo. Esclavo de los ritmos naturales, urgente, impostergable: cuando no llueve hay que regar, cuando llueve demasiado hay que canalizar. Se debe plantar en los períodos indicados y cosechar cuando hay que hacerlo. Las jornadas son agotadoras, desde las primeras luces hasta las últimas, porque el tiempo apremia, apura la flor, las condiciones meteorológicas son impredecibles, y en invierno hace demasiado frío y en verano demasiado calor.
La mayoría de los trabajos rurales son estacionales y uno queda sencillamente encadenado a la espera (que el ganado engorde, que las plantas crezcan, que el grano madure y la fruta sobreviva a sus predadores...) o debe migrar y convertirse en trabajador golondrina para, como esas aves, sobrevivir no tanto un año cuanto una temporada o una estación más: la vendimia, la zafra, la desfloración, la cosecha de arándanos son los nombres más o menos míticos de esas actividades en las que históricamente, se nos ha ido la vida, hemos perdido a las familias y nos hemos vuelto extraños a nosotros mismos.
Hacia 1940, un informe del Departamento Nacional del Trabajo señalaba que “La vida de trabajo del obrero santiagueño no es la del hombre civilizado. Son deficientes las condiciones de higiene y seguridad en que desarrolla su labor, en una atmósfera de inseguridad y de peligro, aunque familiarizado con ella. Sus consecuencias son realmente de carácter pavoroso; la mortalidad obrera -«capital humano»- acusa porcentajes que exceden todo cálculo e indican la necesidad imperiosa de que el Estado acuda a combatir el mal, salvando de la decadencia a una raza ya en principio de degeneración”. El informe concluía en que darles tierras a los campesinos sería la mejor manera de preservar ese capital humano y mejorar sus condiciones de vida: “Colocar la propiedad rural al alcance de la clase trabajadora es elevar su condición y difundir su bienestar” (citado en Noemí Girbal-Blacha, Silvio Ospital y Adrián Zarrilli. Las miradas diversas del pasado. Las economías agrarias del interior ante la crisis de 1930, Buenos Aires, Ediciónes Nacionales, 2005).
Han pasado ya más de setenta años desde aquel diagnóstico y la mayoría de los trabajos rurales están hoy tecnificados, y por eso los campos se vaciaron de gente. Pero algunos no: se necesita de la mano del hombre y una módica capacidad de discriminación. Como en los lugares donde se produce esa demanda de mano de obra no hay quien la satisfaga y la gente ya no puede andar viajando en busca de oportunidades de trabajo, hay contratistas que recorren los lugares más miserables y donde hay más hambre para juntar cuadrillas. ¿Quién va a negarse a subirse a esos ómnibus negreros si en el propio lugar no hay ni agua para dar de beber a las criaturas?
Sea. Vamos a pasar el mes, o la quincena, allí donde haya necesidad de nuestra degradada inteligencia y donde puedan darnos algunos pesos para malimentar a la familia hasta el próximo viaje.
Es difícil saber, sin acceder a la estructura completa de costos de la producción, si por esos trabajos se paga lo que corresponde (mucho o poco). El Ministerio de Trabajo y los sindicatos deberían saberlo, desde hace tantos, muchos años (¿setenta, cincuenta?), incluso antes de que existieran las multinacionales de la tierra y los dueños de las patentes de semillas y variedades de frutas.
Pero más allá de eso, siempre existirá el escándalo de lo que se ve a simple vista, las condiciones serviles de la leva: hacinamiento, mala alimentación, inexistencia de las condiciones mínimas de higiene, sujeción de la paga a variables imprevistas...
Hace unos días, en la televisión discutían si eran más malos los empresarios responsables de esas condiciones o los sindicatos, que no las denuncian. Yo creo que los más malos son los que han permitido el desmonte de los algarrobales santiagueños (20.000 has en los últimos cuatro años, en contravención de la Ley de Bosques y las convenciones internacionales en la materia), los gobiernos provinciales de Salta y Santiago del Estero, en primer término. Con el desmonte se perdieron los algarrobos, quebrachos, guayacanes, mistoles y también los animales que vivían en la zona: el conejo de palo, el rocillo, el oso melero, la charata, la corzuela, todo lo que durante más de doscientos años permitió un uso autosustentable del monte.
Con ellos desaparecen los bombos legüeros, la Salamanca, los cuentos del Ucumar y el canto del Urutaú. Nos volvemos extraños a nosotros mismos, quedamos indefensos y disponibles para la explotación salvaje. Aceptamos cualquier cosa.
El lagarto está llorando.
La lagarta está llorando.
El lagarto y la lagarta
con delantalitos blancos.
Han perdido sin querer
su anillo de desposados.
Por Daniel Link para Perfil
Las últimas lluvias me obligaron a tirar a la papelera de reciclaje las pinceladas sobre la sequía suburbana con las que pensaba entretenerme durante el mes de enero, a falta de mejores planes: la escasez de efectivo no ha modificado las cosas en el Lejano Oeste, donde (allende Moreno) son tan escasos los cajeros automáticos que las colas de tres cuadras nos disuaden de intentar cualquier operación que los involucre.
Hace unos años, en Pomán (Catamarca), mientras se desencadenaba una lluvia torrencial que inundó el pueblo, durante las festividades de San Sebastián, dejándolo además totalmente a oscuras porque se habían caído las líneas de alta tensión, una señora me dijo: “No hay agua mala”.
No la hay, claro, en los lugares donde llueve casi nada y el agua es un don de Tláloc, el téotl náhuatl de la lluvia y la fertilidad a quien se sacrificaban niños, un chorreo de las iluminaciones que pospone la agonía de la tierra, pone a croar a las ranas de felicidad y permite que nuestros brazos descansen de los esfuerzos del regadío (en una perspectiva menos personal: las cosechas, las siembras y los ingresos fiscales también saldrán beneficiados).
El domingo estábamos de sobremesa, disfrutando de la brisa que agitaba los árboles y del olor de la tierra húmeda, y de los panes recién horneados, y de las carnes recién asadas cuando sopló un viento fuerte que parecía venir del sudeste. Uso el pretérito perfecto simple porque fue sólo un bufido o estornudo, pero que alcanzó a voltear de cuajo uno de los eucaliptos de hoja redonda que los antiguos constructores de esta casa (los Gluntz, suabos del Danubio) habían plantado hace sesenta o setenta años precisamente para proteger la propiedad de la inclemencia de los vientos invernales.
El árbol cayó, como un ministro, en el lugar donde había dado tantas batallas, casi con delicadeza: torció una palmerita, desgajó una rama de naranjo, respetó el banco de piedra que habíamos puesto a su lado.
Nos dio tristeza ver a ese titán tirado inexplicablemente sobre el pasto. Un cambio en las condiciones atmosféricas lo eliminó del paisaje. En el invierno, disfrutaremos de sus restos.
PREMIO INDIO RICO 2010
Dictamen
En Buenos Aires, a los 28 días del mes de diciembre de 2010, los Jurados del Premio Indio Rico que firman el presente dictamen se reúnen para emitir fallo de acuerdo con las Bases del Premio elaboradas por Estación Pringles para la edición 2010 en el género Diario de viaje imaginario, objeto de la convocatoria.
Luego de haber leído los originales recibidos oportunamente, los jurados deciden declarar ganadora la obra presentada con el seudónimo que se aclara entre paréntesis:
El cangrejero (Lepo)
y que una vez abiertos los sobres corresponde a
Javier Fernández Paupy
El cangrejero se destaca por la ejemplar adopción de la categoría de “imaginario” propuesta en la convocatoria. Ofrece una descripción de la desgracia humana y colectiva, por momentos en clave verista y sociológica, en donde la palabra “imaginario” actúa sobre el relato de modo impreciso, como si el viaje más imaginario fuera a lo más real, pero menos evidente. Es una posición sutil de la obra frente a la consigna del Premio, que se proyecta en el momento de describir literariamente la privación de quienes habitan las calles. Coherente con estos términos, el relato se organiza alrededor de momentos, lugares y personajes sin primacía de unos elementos sobre otros. Es un diario con pocas fechas, con eventos jalonados alrededor de hechos y personajes. Y también es un diario espacial, definiendo recorridos y localizaciones de los protagonistas. El estilo de escritura está también acorde con una mirada que no pretende aleccionar ni impresionar más allá de lo que describe, ni tejer paternalismos ideológicos. Es el estilo de alguien desconcertado en un primer momento e inmediatamente habituado a la presencia ahora ostensible de aquellos que estando todo el tiempo en las calles habitualmente no son vistos. El resultado es una escritura directa, por momentos escueta, que no busca ser condescendiente, celebratoria ni efectista. El Jurado opina, por último, que El cangrejero es un gran relato en el que los términos de ficción o de no ficción, de imaginario o real, de apócrifo o verdadero, se tornan irrelevantes debido al equilibrio con que se desarrolla según sus propios términos, atendiendo a los matices de la sensibilidad de los protagonistas o personajes, y respetando la independencia conceptual de los lectores. Se otorgan menciones especiales a Esteban Emiliano Castromán (seudónimo:Timoteo Santos), por El alud, y a Alberto Rodríguez Maiztegui (seudónimo: A.R.), por su relato Boyando.