por Daniel Guebel para Perfil
El día en que un juez norteamericano nos desasnó de que estamos
condenados a pagar como alumnos desobedientes una deuda que hace años
fue juzgada como ilegal, ilegítima y fraudulenta, aun más, que estamos
condenados a seguir pagando cada vez más y más –y nadie relee a Masoch y
a su continuador Kafka, que convierte a la víctima en parte del látigo
que lo azota–, ese mismo día me enteré, además, de que había un video,
quizá trucho, que pretendía probar que Yacyretá tenía las estructuras
viejas y oxidadas y quebradas, y que está a punto de reventar y que
cuando ocurra los buitres que asuelan la Argentina podrán venir a
cobrarse lo que les falta si consiguen rescatar un peso de las bóvedas
del Banco Central, escondidas, para entonces, bajo olas de tres metros
de altura. Ese mismo día viví sumergido bajo las imágenes de ese terror
futuro y posible, imaginando estrategias de sobrevivencia, rescates y
agonías, recordando las escenas de la inundación en La Plata. Todo puede
pasar, incluso que el planeta colapse por el vacío que se produce por
la extracción de líquidos que aprovechamos para quemar en la atmósfera
impulsados por la necesidad de correr hacia ninguna parte. De esa no nos
salvaría ni nuestro papa Perón-Francisco, porque lo ocurrido sería
consecuencia del plan divino. Quien sabe. Vivimos en un mundo frágil que
flota a merced de los vientos cósmicos en un universo que se integra
con otros universos conectados o no con el nuestro. ¿Dónde irán a parar
mis libros cuando yo no esté? En todo caso, en medio de esa pasión
melancólica por la catástrofe, tuve un recuerdo.
Como parte de un proceso de ascenso social que nos sacaría alguna vez
de las calles de tierra del barrio de San Andrés, partido de San
Martín, provincia de Buenos Aires, mi madre, además del curso de inglés
obligatorio para aspirantes a la clase media, incursionó en un arte
precioso y sofisticado y exótico: el ikebana. Ella y un par de amigas
asistían a las clases que impartía con kimono y todo una integrante
selecta de la colectividad nipona, la profesora Tazuko Nimura. La
recuerdo arreglándose con todo esmero, recuerdo las cataratas de spray
esparciéndose en cascada por su pelo para fijarlo en esa forma cóncava y
rígida, estilo Jackie Onassis viuda, y cuyo último grito de moda
sobreviviente lo sostuvo alevosamente Isabelita Perón. A eso sumaba
anteojos a la moda, oscuros, con perlitas falsas en el marco. Y luego
partía, a adentrarse en los secretos de ese ornamental salto oriental.
De su práctica aprendí que no hay arte sin tormento: para saciar su
pasión por lo decorativo, los familiares cortábamos plumerillos del
costado de las rutas, juntábamos hojas caídas de los árboles. Pero mi
madre, a cambio de nuestra profusión cambalachera, seleccionaba muy
rigurosamente la vegetación apta para ingresar a las dignidades del
ikebana. En general, se inclinaba por ramas finas y largas, cuyas curvas
naturales ella transformaba introduciendo, en el decurso ascendente de
la materia fresca y verde, alambres finísimos. Atravesada por ese
endoesqueleto, cada rama, en sus manos, adquiría por fin la forma
definitiva, y luego era a su vez clavada en una base, llamada
pinchaflor, especie de paño de metal, rectangular o circular, provisto
de pinches o puntas de clavos. El conjunto de ramas tiesas en su ilusión
de movilidad alegórica quedaba expuesto en un jarrón que decoraba el
centro de mesa. Aquella obra duraba días o semanas, y era reemplazada en
su momento por otra. Pobres como éramos, en casa vivíamos en un paisaje
de elegancia quieta y terrorífica, cuyas condiciones se aceleraban cada
fin de año, cuando la profesora Nimura lanzaba la convocatoria al
concurso anual de ikebana. Entonces mi madre proliferaba febril en ramas
y alambres, meditaba sobre movimientos y torsiones, y el día señalado,
mejor vestida y con más spray que nunca, partía con su obra de ramas
muertas al concurso. Sus obras eran increíbles, extraordinarias, eran la
dolorosa belleza de nuestros días. Sin embargo, la inclemencia de este
mundo que se inunda y explota a cada rato no le proporcionaba nunca más
que una primera o segunda mención. Increíblemente, los mayores lauros se
los llevaba siempre la guacha de Esther Fernández.
Vittorio Sereni, de "Diario de Argelia".
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No saben que están muertos
los muertos como nosotros,
no tienen paz.
Obstinados repiten la vida
se dicen palabras de bondad
releen en el cielo los vie...
Hace 15 horas.
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