Eric Hobsbawm
trad. Gonzalo Pontón
Crítica
Barcelona, 1999
56 págs.
Estas
La izquierda, más razonable (más módicamente), censura a las vanguardias porque acabaron con la autonomía del arte (Adorno en su Teoría estética), porque perdieron toda su fuerza contestataria al ingresar en el museo (Edoardo Sanguinetti, inspirado por Baudelaire y Benjamin, en Para una vanguardia revolucionaria) o porque claudicaron ante la hegemonía de los medios masivos de comunicación, cuya lógica provendría de las vanguardias (Russell Berman en Modern Culture and Critical Theory) o, como viene a decir ahora Eric Hobsbawm, porque la fascinación vanguardista por la técnica (y su relación inmediata con estados de la tecnología) volvió obsoletos todos sus proyectos. En todo caso, las apreciaciones de la izquierda derivan de la certeza de que las vanguardias fracasaron históricamente en el cumplimiento de sus objetivos.
No es extraña semejante divergencia de opiniones: también en lo que se refiere a la evaluación del arte de vanguardia, la izquierda y la derecha son irreconciliables.
El librito de Hobsbawm A
El problema, en las críticas de la izquierda (ni siquiera vale la pena seguir el razonamiento errático y malintencionado de las críticas de la derecha), es la confusión entre arte experimental y arte de vanguardia. Ese deslizamiento (a veces inocente, a veces no) de una "cosa" a otra, parece obligar, en la contradicción entre clasicismo y experimentalismo, a una toma de partido por el clasicismo y sus valores, comprensibles para el conjunto de la sociedad.
El arte de vanguardia es una forma histórica del arte experimental. El fracaso histórico de las vanguardias (la disolución de sus objetivos y modos de operar en el museo o el mercado) en modo alguno impugna el arte experimental. Muy por el contrario, es en esos fracasos históricos donde el arte encuentra las razones para seguir adelante, una y otra vez, en su afán de transformar el mundo.
El otro problema grave que ponen en escena las páginas de Hobsbawm es el de la relación entre arte y democracia. Porque la discusión política sobre el arte experimental pasa hoy (como siempre) por su carácter acotado a un público mínimo (lo que algunos llaman elitismo). Si es cierto que cualquier persona culta está dispuesta a defender los valores políticos de la democracia, menos indiscutible es que se deban aplicar los mismos parámetros a la producción estética. Ninguna persona de bien podría negar, de buena fe, que la ciudad -ese artefacto- debe ser para todos. Que el arte deba ser para todos es una afirmación ya más problemática y el "aristocratismo" consecuente con su negación requiere de un esfuerzo de pensamiento adicional para que nadie (ni desde la izquierda ni desde la derecha) pueda alucinar que proviene de algún pacto con la ideología que pretende conservar el mundo tal cual fue. Ése es hoy el desafío, tanto para el arte experimental como para quienes gustan de pensar en él.
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