No soy muy original si digo que la instancia de enunciación teatral es muy compleja: el texto, una vez escrito, pasa al laboratorio del director, donde se convierte en otra cosa. Pero están además los actores, cuya obsesión pasa por la construcción del personaje. Ellos, para poder decir de tal o cual modo un parlamente, necesitan contextualizarlo. Cuando ese contexto, como sucede en El amor en los tiempos del dengue, no es claro, lo inventan. A propósito de una de sus intervenciones en la pieza, Fabiana Rey me decía que el personaje que desempeñaba en ese momento estaba por salir a la calle a encontrarse con su amante, y que eso le permitía desarrollar la gestualidad y el tono de quien ha sido interrumpido. En otro momento, Santiago Giralt introduce un parlamento que yo no escribí y respecto del cual tengo mis reservas. Después del ensayo general, le pregunté si él realmente quería decir esa línea. Me contestó que sí. Yo, naturalmente, le dije que se sintiera libre de hacerlo, precisamente porque el personaje había pasado a ser completamente suyo, lo que involucra el derecho a la palabra, entre otras cosas.
La historia que desarrollan Fabiana Rey y Fabiana Falcón es, así, muy diferente de la historia que desarrollan Esteban Meloni y Santiago Giralt cuando interactúan entre sí, aún cuando las palabras en las que se basan son las mismas (y si se consideran los cruces, las historias vuelven a multiplicarse). Cada uno hace de su personaje una cosa viva y, como los estilos de actuación son muy diferentes, las ideologías de la persona que de ellos se deducen son también distintas.
Un dramaturgo, pienso, no puede sino vivir como un enriquecimiento esas operaciones sucesivas que, como en la minería, van revelando capas sucesivas de una geología inextricable. ¿Acaso la conciencia misma, desde Proust hasta Lévy-Strauss, no ha sido pensada como la superposición de capas geológicas?
No importa si "yo" acuerda con tal o cual decisión porque, en última instancia, no es "yo" el que habla en el teatro sino un coro de murmullos a los que sería imposible atribuirles nombres propios. Como género literario, el texto teatral es el más complejo y el más abarcador: despojado de didascalias, el parlamento del personaje se podría leer como la poesía. Multiplicadas las didascalias al infinito, el texto se transformaría en una novela. Así, el teatro contiene a la poesía y a la novela, como formas complementarias. Al mismo tiempo, las excede, porque necesita, por definición, de la carne (la encarnación).
Ningún actor (sobre todo, ningún buen actor, como es el caso de los cuatro que aceptaron la invitación para representar El amor en los tiempos del dengue) puede ser considerado como un títere o un mero soporte físico para la voz de otro. La encarnación lo transforma todo, la conciencia del que actúa, la conciencia del personaje, la conciencia del que escribe, como un seísmo que pone en contacto las más antiguas placas geológicas con la arenilla de sentido que los vientos arrancan de las piedras. El teatro es un ritual tectónico (por eso, en mi perspectiva, se liga con la autoctonía).
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Las tres gracias
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Hace 2 semanas.
1 comentario:
Me equivoco o te estas enamorando del teatro como forma de expresión artistica (y literaria)? ;-)
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