por Mario Bellatin
Ayer olvidé nuevamente regar a hellmans. Suele suceder. A pesar de que hace años, en la clase de botánica, nos dijeron que debíamos estar atentos a su cuidado, pendientes de proveer lo necesario para que hellmans continuase de manera normal con su crecimiento. Que mantuviera las condiciones adecuadas para seguir engendrando retoños. Hasta ahora sólo podemos estar seguros de que posee una hija, lo de la nieta es sólo una manera de mirar las cosas. Puede ser que sean, tanto los hijos como la nieta, sólo extensiones caprichosas de su anatomía, si es que las plantas poseen semejante conformación. ¿Se les llamará anatomía a sus estructuras? En este caso la de hellmans parece ser bastante compleja. A pesar de que el maestro en clase nos trató de explicar su conformación molecular, nunca he podido estar seguro de dónde comienza y acaba su individualidad. Lo que nos pareció sorprendente –recuerdo que lo comentamos con otros compañeros de curso- es cómo hellmans parecía desafiar las reglas de la naturaleza que aprendimos a lo largo de aquel curso escolar. Creo que en ese periodo se sitúa el inicio de mi odio posterior a todo lo que tenga que ver con lo que suele conocerse como docencia. En ese curso de biología asistimos a una suerte de homenaje a la muerte. Todos los demás retoños que plantamos durante la primera semana de clase desaparecieron casi de inmediato. Salvo hellmans, quien me acompaña hasta ahora, en que comienzo mi propia vejez, encerrado en un frasco que conseguí de una forma que aún me causa cierto tipo de vergüenza… Algunos de mis compañeros de aquel entonces mantuvieron durante algún tiempo los frascos ya vacíos, en los que habían colocado -envueltos en algodones- los frijoles o garbanzos que el primer día de clases nos pidieron hacer germinar. En aquella ocasión nos solicitaron llevar durante las jornadas siguientes los implementos necesarios: el frasco, los trozos de algodón y unas cuantas habichuelas. El maestro las llamó así, habichuelas, aunque podíamos llevar cualquier grano factible de transformarse. Citó esa vez, quizá para que entendiésemos de manera más clara sus intenciones, un versículo de la Biblia que algún tiempo después descubrí como epígrafe de Los hermanos Karamazov, donde se dice algo así como si el grano no germina no germina y si germina sí germina. Recuerdo que no tuve mayor problema con las tres muestras de frijol que encontré dentro de una bolsa que hallé en el sótano de mi casa. Tampoco con el trozo de algodón que saqué del botiquín del baño. La dificultad me la dio hallar el frasco adecuado para semejante experimento. No descubrí uno solo vacío. En aquella temporada mis padres habían emprendido la peregrinación anual en busca del perdón de sus culpas. Se habían llevado en esa oportunidad a mis hermanos mayores. Yo debía esperar aún tres años más para unirme a ellos. Esa ocasión fue especial, pues era la primera oportunidad que tendría mi única hermana de participar en aquella actividad, extenuante incluso para los adultos. Primera y última ocasión, pues nunca más la volvimos a ver. Desapareció en medio de la procesión. Mi madre afirma que la imagen final que posee de su hija es donde aparece de espaldas dirigiéndose a comprar velas a un puesto cercano a la efigie principal del adoratorio que visitaban… Cuando mi familia partió no me dejó el dinero necesario para afrontar los gastos propios de lo días de ausencia. Tuve por eso que robar de una casa vecina el frasco solicitado por el maestro. En ese tiempo aún sostenía relaciones personales con una viuda que habitaba un pequeño cuarto situado en una azotea cercana. Pasé a verla antes de ir a la escuela. Haber tenido que ir a visitar a la viuda en aquella oportunidad es otra de las razones del odio, casi instintivo, que siento hacia los maestros. Aquella mujer tenía casi todo dispuesto para habitar en una sola habitación. Recuerdo que había una gran cantidad de libros en aquel cuarto. Ahora que lo pienso con detenimiento, creo que eran demasiados para las condiciones de vida que sobrellevaba. En una esquina había improvisado además una suerte de cocina. Contaba con una hornilla eléctrica, dos ollas pequeñas y algunos productos envasados. Fue allí donde encontré el frasco de mayonesa. Estaba a medio usar. Sin embargo, era perfecto para cumplir con el pedido del maestro de la escuela. Aproveché que la viuda aún no se había despertado del todo. El olor propio de su sueño invadía el ambiente. Me abrió la puerta casi dormida y volvió de inmediato a su cama, desde donde musitaba frases que no alcancé a comprender. Aproveché la ocasión para llevarme a escondidas el frasco de hellmans. Antes de salir no me acerqué a despedirme de la mujer. Era muy temprano. Como señalé, el olor que emitía a esa hora era penetrante. Tampoco deseaba enfrentarme al vaso con la dentadura que solía mantener al lado del colchón donde dormía. Al fin le robaba algo, pensé. Desde que la conocí intuí que terminaría cometiendo una acción semejante. Acabaría por despojarla de algún elemento que le perteneciera. Desde el comienzo de nuestra relación sentí que sólo mediante algún tipo de crimen terminaría restituyendo una suerte de equilibrio que sentía esa misma relación había destituido. En ese momento no lo podía saber, pero se trataba de la rehabilitación de un orden similar al que parece buscar hellmans, dentro de su frasco, al retorcerse y dar frutos tan ambiguos que es imposible saber a qué generación pertenecen. Bajé las escaleras llevando el frasco dentro del maletín escolar. El odio hacia el maestro se iba acrecentando a medida que me acercaba a mi centro de estudios. Ahora comprendo que posiblemente era una suerte de intuición la que me hacía prever que aquel educador iba a ser el causante de la existencia no sólo de un hellmans encerrado de por vida, sino también del nacimiento de su nieta y de las dudas que iba a causar entre los demás la verdadera esencia de aquel retoño. Aunque creo que el motivo real de mi odio hacia los sistemas clásicos de educación se originaba en haberme obligado a robar, a una pobre viuda además, un vil frasco de mayonesa.
Las tres gracias
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Hace 2 semanas.
5 comentarios:
Bellatin es raro. Personalmente lo que más me gusta de esa rareza es que no necesita de mucho para generar textos sofisticados, divertidos, dinámicos y, encima, profundos y originalísimos. Eso debe ser la genialidad.
Bellatin que cierra esa boca de peruano sucio que tiene antes de meterse con Gelman y el dolor verdadero.
¡Qué bueno, caramba!
Yo siempre tuve un trauma: mis germinaciones del poroto siempre abortaban, o más bien: eran de tranco leeento... (como una papa brotada, eran, con suerte y viento a favor...) Las del resto de mis compañeros crecían frondosas, exuberantes, emergiendo resuelta y robustamente como la vegetación aflora en Tarsila do Amaral. Voluptuosas, carnales, suculentas: eran las de los otros, no la mia.
(La que crecía superabundante, sobre todo, era la del frasco de una condiscípula de sonrisa sempiterna y apellido Prosperi, y que tuvo que, rápidamente, trasplantarla a maceta, tan vigorosa era su planta, tan radical.)
Fue ahí, en ese momento de mi infancia, que empecé a tener serias dudas sobre mí mismo, fue ahí donde comencé a abrigar resquemores acerca de mi fecundidad. ¡Fruto seco!, me diagnostiqué tempranamente, ¡esterilidad para toda la cosecha! A aquella circunstancia, que me despojó de la imprescindible confianza en mí mismo, debo, sin dudas, mi tardía paternidad, que ahora disfruto con sosegada algarabía de abuelo chotardo.
El aspecto de Bellatín, por lo menos el de las fotos, sin embargo es bastante respetable, Anónimo!
Impeclabe, como nos tiene acostumbrados súper Mario.
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