-->
Por Daniel Link para Perfil
Mi nombre es Daniel Link y soy un
adicto. No quiero decir que sea adicto a tal o cual sustancia,
comportamiento o relación sino que, estructuralmente, tiendo a caer
en compulsiones que se repiten cíclicamente a lo largo de mi vida.
Mi primera adicción fue la fabulación:
durante la mayor parte de la infancia me entregué compulsivamente a
fabular (imaginaba mi novela familiar -del neurótico, pero también
planetas poblados de fantasmas, ríos de espuma, animales raros y
dispositivos de evaporación de la materia) lo que pronto me llevó a
enfermarme... de literatura: en cuanto pude, leí compulsivamente
todo lo que estuvo a mi alcance y bien pronto estaba ya escribiendo
maníacamente (rimas, composiciones escolares, ejercicios
espirituales).
Como la literatura es salud, me salvó
de adicciones peores: la ludapatía, por ejemplo, que sufro en grado
muchísimo menor, o la tecnofilia, tan frecuente en los varones de mi
generación.
Como buen adicto, me repugnan quienes
ejercen sin escándalo sus propias dependencias: me sublevan los
mitómanos, por ejemplo, porque veo en ellos aquello en lo que yo
podría haberme convertido, casi tanto como los usuarios compulsivos
de las redes sociales. El límite de mi adicción técnica se detiene
en las versiones high tech de viejas prácticas: el correo
electrónico y el blog, equivalentes de los epistolarios y los
diario personales del siglo XIX, consumen buena parte de mis
energías. Soy famoso por contestar al instante todo mensaje de
correo electrónico (que inmediatamente archivo en la correspondiente
carpeta: jamás tengo más de cuarenta mensajes en mi carpeta de
“recibidos”) y utilizo programas como el “if x, then y” que
multiplica mis anotaciones (casi) diarias en diversos sitios de la
red a los que estoy afiliado.
Porque sé que estructuralmente adhiero
compulsivamente a toda herramienta tecnológica (la curiosidad es mi
coartada), me abstengo de esos sitios de infamia que son facebook y
twitter (no casualmente, el Estado Universal Homogéneo los patrocina
y los exalta) y mi exterioridad me permite juzgar con la pretendida
superioridad del converso los lamentables afanes de los senadores
nacionales, ministros, integrantes de la farándula y periodistas en
ese universo dominado por la adicción sin cura.
La adicción, como toda debilidad del
espíritu (la petulancia o la autocomplacencia), no tiene cura. Hay
que aprender a sobrellevarla día a día (un día más sin...) y hay
que aprender a respetar al adicto a otra cosa (otro comportamiento,
otra relación, otra sustancia) diferente de la que nos atormenta
porque finalmente, todos somos esclavos no importa de quién o qué.
A los únicos que desprecio es a los adictos al poder porque no
quieren saber el mal que causan.
Mi abuela paterna me introdujo,
mediante interminables sesiones de Ludo, que ella llamaba Mensch
ärgere Dich nicht (“Hombre,
no te enojes”), en la ludopatía, de la que jamás he podido
librarme. Me recuerdo encadenado durante años enteros al Tetris y,
ay, al Arkanoid (con el que todavía sueño cada tanto).
Ahora,
mi vicio diario es el Zuma, un juego donde hay que destruir cadenas
de pelotas de colores antes de que se precipiten al abismo (el abismo
es el núcleo incandescente de toda adicción). La versión que más
me conviene es la que viene como complemento del explorador de
google, el chrome, porque es una versión corta, de cuatro niveles
con cuatro pantallas cada uno, y consigo resolverlo (o pierdo)
rápidamente. Mi adicción queda así confinada en los límites
estrictos del juego-de-prueba y, si bien me roba una buena media hora
de tiempo (el adicto minimiza las interferencias de su compulsión
respecto de la vida diaria), compenso ese tiempo muerto entregándome,
mientras juego, a la fabulación, mi dependencia más antigua.
Unos
amigos que se dedican al arte contemporáneo me dicen que se ha
puesto de moda confesar las propias adicciones y los tratamientos de
rahibilitación seguidos.
Supongo
que esta columna es el índice de esa otra compulsión intolerable:
la frivolidad de entregarse a las líneas hegemónicas del presente.
No
puedo, sin embargo, confesarme rehabilitado de nada, porque, en
definitiva, la melancolía me lleva a recaer en sucesivos círculos
de compulsión. Como tampoco me gusta reconocerme como dependiente
(mi felicidad no depende del zuma, ni de la fabulación, ni del
correo electrónico), pero al mismo tiempo sufro las consecuencias de
la abstinencia (de fábula, de correspondencia, de ludo), pongo esos
vicios en un plano de composición en el que su tiranía se disuelve:
la literatura.