martes, 25 de enero de 2005

Diario de un televidente

Foto: Sebastián Freire

Empezó anoche, con una semana de retraso respecto de los Estados Unidos, American Idol, el dispositivo de humillación más perfecto jamás imaginado. En USA, alrededor de 66 millones de televidentes sintonizaron las audiciones en Washington y St. Louis.
¿Por qué nos gusta mirar American Idol? Por las mismas razones que no nos gusta mirar la torpe y deslucida versión argentina, Operación Triunfo. Lo que acá da sólo vergüenza y repugnancia (Marley), allá mueve a risa como un efecto de la forma (la precisión con la que el programa está guionado hasta en los más mínimos detalles).
Es cierto, en principio, que queremos reirnos de lo mismo que se ríe todo el mundo, conocer (por un rato) las más crudas emociones del imperio americano, pero no menos cierto es el placer suplementario que nuestra situación periférica nos regala: no tenemos que llamar por teléfono para votar a ningún candidato. No es ésa la única distancia que nos resguarda de la estupidez total: por alguna misteriosa razón tampoco sentimos como propia esa necesidad de ser famosos (aunque sean los quince minutos de fama que consiguen esos psicóticos que sólo aspiran a ser humillados públicamente por un tribunal de actores consumados).
El más agudo de los episodios incluidos en la presentación de anoche fue la de ese muchacho que lidera una banda de rock alternativo en New York. Se presentó a las audiciones y, naturalmente, pasó a la segunda ronda. Lo que allí se nos decía es que la maquinaria importa más que el estilo. Y, como se sabe que el estilo es el hombre, se proclamaba al mismo tiempo la muerte de dios, el fin del arte y la agonía del humanismo (bajo su máscara vanguardista). No estaba mal ese cuentito, salvo por el conjunto de traiciones que evocaba.
No hay nada verdadero en American Idol (ni su multiculturalismo, ni sus apelaciones a la excelencia vocal, ni los dictámenes del jurado, ni el deseo de los participantes), pero precisamente en las complicidades que el show más monstruoso de la televisión actual promueve entre productores y audiencias (como si hubiera "comunicación" o simetría posible) hay una verdad profunda de la cultura actual: vote (pague) , participe, sea responsable por sus propios consumos y también por el de los de los otros, construya sus propios ídolos (de barro), invierta en la industria de la manipulación, mantenga con dinero de su bolsillo a los inútiles (es decir necios, es decir cínicos, es decir mezquinos, es decir reaccionarios) que se dedican a producir cultura televisiva.
Nos gusta American Idol porque su único mandato es "sea un artefacto" y conviene saber cómo se responde (uno, los otros) a ese lema inquietante. Pero mucho más amamos la consigna de devenir todo el mundo, devenir nadie. Es esta contradicción de American Idol lo que nos desvela los lunes a la noche: una máquina que produce serialmente diferencias puras.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buena la foto.
Saludos!