La semana pasada celebré la circunstancia de “trabajar con amigos”. En el ámbito de la
gubernamentabilidad o el de la política, sin embargo, esa práctica
no tiene buena prensa.
La “amistad” en la política
parlamentaria se lee como “alianza” y las alianzas, como se sabe,
son sistemas de inclusión y exclusión que funcionan según
relaciones de fuerza extrañas al concepto mismo de amistad.
En el aparato burocrático-judicial, la
“amistad” se deja leer como “complicidad” o “tráfico de
influencias” y repugna al ícono mismo de la justicia, que, ciega
como es, no puede mirarse en ningún espejo para reconocerse.
Y, en relación con el poder ejecutivo,
el mejor amigo aparece como “testaferro”, “subalterno”,
“socio”, etc. La “amistad” no coincide plenamente con el
nepotismo (una de las máscaras más horribles de la soberanía, la
mafiosa), pero enturbia todavía más, con su labilidad, las
relaciones de poder. Se habla de “capitalismo de amigos”
precisamente para señalar que a la injusticia inherente a una
formación económico-social se le añade la injusticia de
privilegios fundados en complicidades, alianzas, sistemas de
inclusiones y exclusiones, subordinaciones, relaciones societarias,
etc.
Todos los gobernantes deben defenderse
cuando se los denuncia por haber nombrado a “amigos” en cargos
públicos. La famosa “soledad del poder” debe ser la del soberano
que ha comprendido que no puede ejercer su gobierno apoyándose en
vínculos amistosos porque, inevitablemente, éstos se degradarán,
como se corrompe una relación envenenada por la sospecha permanente.
¿Pero no es inherente al gobierno
contar con unas fidelidades fraguadas en el equilibrio amistoso? ¿Por
qué la soberanía y la amistad son tan complejas en sus relaciones y
por qué se sospecha cada vez que sus lógicas se superponen?
Siendo como es un vínculo totalmente
imaginario, es difícil sostener cuáles son los requisitos para que
una amistad se sostenga. No pareciera necesaria la coincidencia
absoluta en todo lo que atañe al mundo, sus propiedades, la vida y
sus posibilidades. Conozco relaciones de amistad que no sostienen los
mismos puntos de vista sobre el aborto, o sobre la política
económica, que no tienen los mismos gustos literarios o artísticos,
que no comen siquiera los mismos alimentos.
La amistad supone un raro equilibrio
entre sistemas de valores en los que se funda la ética individual y
la ética de la comunidad en la que la relación amistosa se funda:
ese “afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra
persona, que nace y se fortalece con el trato”, según la
definición académica.
Pero la soberanía, que dice y subraya
que no hay comunidad posible sin soberano que la gobierne, es tan
ajena a esa ética pura y desinteresada (¡tan boudoudista!) que tal
vez por eso estamos acostumbrados a pensar lo peor de los amigos de
los gobernantes: “Hacete amigo del juez”, era el precepto más
innoble del Viejo Vizcacha.
Si tuviera que gobernar, sólo podría
hacerlo con amigos. Para no perderlos, me abstengo de semejante
despropósito.
1 comentario:
No pasa por la amistad sino por la capacidad de los amigos. Incluso de los familiares, como la esposa de Capitanich.
Si la persona es capaz no ofende ni genera sospecha.
Poner a tu verdulero en el mercado central es muy distinto a poner a un académico en el ministerio de educación.
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