martes, 4 de febrero de 2020

Nuestro Kafka



¿Por qué los libros del Siglo XX siguen siendo nuestros clásicos?

Entre los muchos progresos que el siglo XXI ha realizado respecto de su precedente, no se cuenta el de haber podido construir clásicos literarios de la misma envergadura que los del siglo XX, por su potencia estética, su osadía de pensamiento o su radicalidad política. El litigio sobre Kafka, que se resolvió recién en 2015, indica la imposibilidad de comprender su parábola “Ante la ley”.

Franz escribió el 29 de noviembre de 1922: “Querido Max, quizá esta vez no vuelva a levantarme, es muy probable una pulmonía después de un mes de fiebre pulmonar, y ni siquiera el hecho de que lo escriba la ahuyentará, aunque tiene algún poder.
“Para ese caso, mi último deseo en relación con todo lo que he escrito: De todo lo que he escrito son válidos únicamente los libros: La condena, El fogonero, La metamorfosis, En la colonia penitenciaria, El médico rural y el relato «Un artista del hambre». (Los pocos ejemplares de Contemplación pueden quedar, no quiero imponerle a nadie el trabajo de destruirlos, pero no ha de reimprimirse nada de ello).
“En cambio todo lo demás que yo he escrito (publicado en revistas, manuscritos o cartas), sin excepción, en la medida en que sea accesible o que se pueda conseguir pidiéndoselo a los destinatarios (tú conoces a la mayoría de los destinatarios, en lo sustancial se trata de la señora Felice M., la señora Julie Wohryzek y la señora Milena Pollak; sobre todo, no olvides un par de cuadernos que tiene la señora Pollak)— todo eso sin excepción y de preferencia sin ser leído (no te prohíbo a ti que lo veas, aunque preferiría que no lo hicieras, pero no deben verlos ninguna otra persona)— todo esto ha de ser quemado sin excepción alguna y te ruego que lo hagas lo más pronto posible”.
Lo que sigue es conocido: Franz Kafka murió el 3 de junio de 1924 después de haber apenas terminado su último, extraordinario relato “Josefina, la cantante (o el pueblo de los ratones)”. Brod publicó gran parte de su legado (las novelas, el Diario, algunos volúmenes de relatos, la correspondencia). A su muerte en Israel en 1968, legó todos sus papeles, incluidos los de Kafka, a su secretaria personal, Esther Hoffe, con la obligación de que los entregara a un archivo público, en Israel o el extranjero.
Esther tampoco cumplió con la voluntad póstuma y empezó a gestionar el legado provisional de documentos como una colección privada. Hoffe se dedicó a subastar manuscritos y documentos al mejor postor para conseguir millones de dólares.
Muchas de las decenas de miles de páginas que recibió en custodia acabaron en manos del Archivo de Literatura Alemana (Marbach). El resto de los documentos se ocultaron en 10 cajas de seguridad situadas en bancos de Tel Aviv y Zúrich, así como en las paredes de la casa de la secretaria.
A su muerte en 2007, Esther Hoffe legó los manuscritos y cartas a sus dos hijas. Fue entonces cuando la Biblioteca Nacional, amparada por el Gobierno de Israel, y las herederas hermanas Hoffe, apoyadas por el Archivo de Literatura Alemana iniciaron un complicado pleito que se cerró recién en 2015, en favor de la Biblioteca Nacional de Israel, que se quedó con el archivo.
Kafka era consciente de que la literatura era para él un paso de vida, una experiencia personal, y por eso decidió que no hubiera ni obra ni legado, es decir, patrimonio. En términos muy generales, lo que se lee en esa experiencia es un sentido de repugnancia a todas las formas de autoritarismo, desde las más familiares hasta las más estatales o económicas: la máquina edípica, la máquina burocrática, la máquina capitalista son no sólo los temas de sus parábolas y novelas, sino también el objeto de su crítica radical de inspiración libertaria (Kafka era naturista, vegetariano, simpatizante de los movimientos anarquistas, estudioso de la cultura idish). Rechazar la transformación de su experiencia en mercancía es parte de ese dispositivo.
Kafka es, por supuesto, un maestro de la forma breve. “Ante la ley”, uno de sus más célebres textos, que aparece reproducido en películas como Laberinto o Después de hora, es un texto extremadamente complejo (aún en su sobriedad, porque Kafka encuentra en la sobriedad el camino hacia su propio infinito). La parábola “Ante la ley” formaba parte de la novela inconclusa El proceso, que Kafka pretendía que fuera quemada, pero había sido publicada previamente como fragmento autónomo. Esa página le importaba más que todo el resto. Y le importó al Siglo XX, que hizo de Kafka uno de sus pilares fundamentales. Kafka le llega a Borges, pero también a Burroughs, a Foucault, a Copi.
La potencia nihilista de Kafka ha sido subrayada desde distintas posiciones políticas. Max Brod cuenta esta conversación sobre la maldad y la locura de Dios (es decir, de la Ley). “¿Pero cómo, entonces no hay esperanza en el mundo?”, preguntó Max. Y Kafka le contestó: “Sí, claro que hay esperanza, hay muchísima esperanza, hay infinita esperanza, pero no para nosotros”. Como no se puede esperar nada, conviene hacer explotar las fuerzas de la espera para encontrar una salida.
Volvamos al comienzo: dos Estados se disputaron durante medio siglo el archivo de Kafka. El Estado alemán alegó que Kafka escribió en el alemán más puro que pudiera imaginarse. Correspondía que sus manuscritos estuvieran en territorio alemán. El estado israelí argumentó que Kafka era judío, y que por lo tanto, su archivo tenía que estar en el Estado que representa al pueblo judío.
Los dos argumentos son falaces (Kafka escribió en un contexto multilingüístico; el Estado israelí no representa a todos los judíos y es, además, un Estado multicultural) pero sobre todo, tristes: obturan la discusión de la experiencia llamada Kafka que atraviesa el siglo XX (una fuerza que no implica el reconocimiento sino el desconocimiento, la suspensión de los mandatos y las categorías; la huella de una ausencia y la experiencia pura del olvido y de la desaparición) y en su lugar pone, como ha señalado Judith Butler, la pregunta mezquina “¿A quién le pertenece Kafka?”.



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