sábado, 25 de enero de 2020

Historia de una obsesión

por Daniel Link para Perfil

Nada nos obsesiona tanto como la propia historia: la de la familia en la que crecimos, la de la generación de cuyas fantasías participamos, la de la patria imaginada. Es que en el fondo sólo hay una patria, la de la infancia, ese estado de la imaginación del que por suerte no terminamos de desprendernos del todo.
Por eso, leemos la cadencia y los ritmos de las sagas con fruición: dicen lo que de nosotros va quedando en el olvido y lo que de nosotros sobrevive en el presente. A mí me pasa sobre todo con Starwars y sus productos derivados (la extraordinaria Mandalorian, por ejemplo). A muchos de mis alumnes de otras épocas, hoy colegas de trabajo, con Terminator (1984), esa pesadilla amortiguada que nunca entendí del todo y de la que siempre me burlé sin culpa. ¿Se puede, en efecto, sostener una fascinación por el mensaje apologético sobre la humanidad exhausta que Terminator no cesa de proclamar en cada una de sus entregas y, al mismo tiempo, comulgar con las teorías feministas radicales de Donna Haraway y su «Cyborg Manifesto», estrictamente contemporáneo de la primera entrega sobre las desventuras de John Connor?
Terminator 2 (1991), Terminator 3 (2003), Terminator 4 (2009), Terminator 5 (2015) y Terminator 6 (2019) son como los reencuentros de compañeros de secundario o de servicio militar obligatorio, que, cada vez, ven menos sentido en lo que los unía (el amor o el espanto compartido).
Y, cada vez, no queda claro por qué las máquinas no terminan de alcanzar la conciencia del mal que se les auguraba desde 1985. Si Siri es lo más lejos que la inteligencia artificial ha llegado, podemos confiar en que la extinción nos llegará antes por la irresponsabilidad ecológica que por ataque maquínico.
Siempre pensé que las tres Matrix (1999-2003) eran mejores versiones del mismo espanto ante los tiempos poshistóricos y poshumanos que vivimos. Un poco más cool, en todo caso.
La primera Terminator me pareció tramposa, tonta, encantadora. La segunda y la tercera me llevaron al sopor y al fastidio. Nada me pareció más bajo o más asqueroso que la cuarta, protagonizada por el abominable Christian Bale y su manía de escuchar casettes sin digitalizar.
El fracaso rotundo de Terminator 5 me llenó de algarabía. Tal vez ahora las máquinas fueran puestas en su justo lugar, entre el lavarropas y la dirección hidráulica asistida.
Pero James Cameron recuperó la franquicia y nos dio esta entrega póstuma, inconsistente, pedagógica, esclava del Ni una menos y el Me too, que fracasa precisamente por no poder prescindir del orden patriarcal, del patriarca, de Schwarzenegger, aun cuando el asesinato temprano de John Connor, la declinación mexicana (heroína y villano), y la ciborg buena me dieron cierta felicidad. Pensé en mis alumnes de otras épocas y en nuestra común, irremediable caducidad.




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