sábado, 14 de septiembre de 2024

Piromanía

Por Daniel Link para Perfil

Además de sus muchas virtudes, la muestra “Una imagen mil palabras” curada por Guillermo Piro para el Centro Cultural Recoleta interroga el estatuto mismo de la fotografía y, todavía más, de lo imaginario (ese registro en el cual las imágenes adquieren su consistencia y su gramática).

La muestra funciona así: 50 personas hablan (los textos fueron grabados y se accede a ellos a través de un código qr) de 50 fotografías que, presuntamente, “marcaron sus vidas”. Como yo fui convocado, sé que esta caracterización es endeble, porque a mí Guillermo Piro me asignó una fotografía bastante conocida, pero que tiene un lugar marginal en mi vida. Otras personas eligieron fotos familiares o fotos propias (como modelos o por haberlas sacado).

Queda ahí muy claro uno de los rasgos más inquietantes de la fotografía: es un arte intermedio. En algunos casos se trata de fotografías que aspiran al arte, en otro caso se trata de fotografías profesionales y están, finalmente, las fotos que salen de un archivo privadísimo que se construye al margen del fotoperiodismo y del arte de la mirada.

Ese inestable y fascinante estatuto de la fotografía es correlativo de la cantidad de personas convocadas para participar de la “anotación” de las imágenes, lo que pone en contacto dos imaginarios: el que las fotos muestran y en el que cada quien navega (o naufraga).

Cuando se habla de imágenes, se presuponen fotografías, cuadros, diagramas. Pero las imágenes son mentales y allí establecen la lógica propia de lo imaginario, que por lo general es público. La imaginación pública suministra los materiales para poder pensar el mundo. Las fotos (o lo que fuera) no son sino la actualización de esas condensaciones mentales de aquello que, por definición, no está (o está en otra parte).

Un ejemplo. La imagen elegida por Rubén Szuchmacher es una foto de su padre en su Polonia natal. Esa imagen, además de traer al presente a alguien ausente, relaciona un imaginario de época (el presente de la foto) con el imaginario que arrastra a Rubén a verla como una identidad conflictiva para su padre (el presente de Szuchmacher).

La gran felicidad que la muestra de Piro nos regala es una travesía en la calesita de las identificaciones imaginarias.

 

miércoles, 11 de septiembre de 2024

sábado, 7 de septiembre de 2024

Santa Rosa

Por Daniel Link para Perfil

La tierra retumbaba con sonido hueco cada vez que los animales emprendían sus insensatas carreras. La seca la había cuarteado y las pocas briznas de hierba que habían resistido la falta de agua lucían desmayadas en la mortecina luz invernal de la mañana. Los días previos el viento había depositado remolinos de tierra sobre las superficies, como una capa de ceniza. Los pocos pájaros que habían quedado en los árboles apenas si cantaban y si lo hacían era para pedir agua, con la siringe como papel de lija.

La tierra no olía a nada, pero parecía dominar todo, hasta donde alcanzara la vista, allá donde las nubes de tormenta empezaban a competir con el aire sucio.

No era una amenaza sino una advertencia, porque dos horas después un telón de agua espesa cayó al suelo con estrépito de batalla. Y ya no paró más.

Primero fueron unas gotas gordas como copas de vino, que estallaban al tocar el suelo resquebrajado. Después la lluvia se transformó en un ruido monótono y continuo, sólo escandido por los truenos, que parecían devolverle a los animales los golpes que le habían dado a la tierra.

Los dejamos entrar a la casa, y embarraron todo.

Durante dos días la tierra chupó cuanto quiso y después se empezaron a formar lagunitas, porque le era imposible filtrar semejante cantidad de agua. Además, entre el viento y el agua arrancaron de los árboles las ramas muertas, los frutos remanentes del verano previo, nidos. El paisaje era de catástrofe climática: a la inundación se sumaba la basura de lo que todavía estaba vivo.

La tierra había desaparecido debajo del agua. En las partes más altas y en los hormigueros, se había formado un barro de consistencia lechosa.

Al tercer día, la tormenta cesó y salimos a controlar los daños, bastante módicos. Quien más había sufrido era el invierno, que no podía sino retroceder amedrentado.

Las Spiraea Cantoniensis, también conocidas como Corona de novia por el blancor almidonado que las caracteriza, habían empezado a dar sus primeras flores. Las glicinas reventaron todas en la misma mañana y vinieron las abejas a sorber su polen. Las hormigas empezaron a cavar su tunelandia y los pájaros volvieron a cantar con alegría. Santa Rosa había puesto fin al sufrimiento.