Domingo 2 de enero de 2005
Una estela en las barricadas
Por Edgardo Cozarinsky
Para LA NACION - Buenos Aires, 2004
Es difícil sobrevivir a una fama temprana. Susan Sontag apenas había cumplido los treinta años en 1964, cuando sus "Notas sobre lo camp" aparecieron en Partisan Review y de la noche a la mañana se convirtió en una celebridad en los Estados Unidos, coronada por una reseña del New York Times que explicaba a sus lectores cómo un artículo publicado en una revista literaria podía haber repercutido en todo el país más all de los círculos intelectuales. La proeza de definir, por ejemplo, una forma de sensibilidad hasta ese momento difusa, y de hacerlo en una prosa digna de los ensayos de Oscar Wilde había sido cumplida por una mujer que las fotografías revelaban de una belleza sensual: pelo renegrido, labios pulposos, grandes ojos de mirada intensa.
Sontag logró sobrevivir a esa notoriedad imprevista y no buscada. Lo logró con una exigencia intelectual y cívica poco frecuente. Sus ensayos de aquellos años, que iban a aparecer reunidos en Contra la interpretación (Against Interpretation) y Estilos radicales (Styles of Radical Will), la impusieron como una escritora brillante que ignoraba lisa y llanamente el provincialismo de los intelectuales norteamericanos: su frecuentación de la obra de Cioran, Barthes, Artaud y Lévi-Strauss; más tarde de Canetti y Benjamin, alimentaba una exploración del hecho estético y del juego de ideas que incluía, desde el principio, al cinematógrafo entre sus referencias ineludibles: Bresson, Godard, Persona de Bergman o el Hitler de Syberberg.
"Europeizada" para sus compatriotas, esta mujer criada en Arizona y California, educada en las universidades de Chicago y Harvard, al llegar por primera vez a París a los diecinueve años emergió de la Gare Saint-Lazare para tomar un taxi sin dar al chofer otra indicación que la palabra "Sorbonne". Lo contaba muchos años más tarde, riendo por el sentido práctico que el episodio revelaba contra una aparente vocación académica: la joven ávida de experiencia sabía que era en los alrededores de la célebre universidad donde hallaría hoteles baratos para estudiantes... Había en Sontag algo profundamente norteamericano, acaso propio de otra época de los Estados Unidos: cierta candidez aliada a una inagotable curiosidad, algo que recuerda a las heroínas de Henry James.
En su caso, los vaivenes de la historia que le fue contemporánea no dejaron de solicitarla. Participó en la militancia contra la intervención de su país en Vietnam, hizo (como Mary MacCarthy y otros intelectuales norteamericanos) el viaje ritual a Hanoi y escribió un libro sobre su visita al país agredido por sus compatriotas. Pero en ningún momento cedió a la inevitable, acaso necesaria, miopía de toda militancia: siempre vio cómo la utopía comunista exigía para realizarse renunciar a todo espíritu crítico, así como comprendía hasta qué punto la abundancia de la oferta cultural en el mundo capitalista ahoga bajo su ruido las voces individuales que no se promueven según las leyes del mercado.
Por aquellos años Sontag también hizo sus primeras incursiones en el cine (en Suecia) y en el teatro (en Italia). Los resultados no fueron lo más destacado de su obra pero sí un predicado de ese personaje de avasallante energía que, paradójicamente, iba a confirmar la enfermedad: de su primer cáncer, en 1974, surgió no sólo un libro, La enfermedad como metáfora (Illness as Metaphor), sino también una renovada voluntad de vivir reconocible en toda su producción de aquellos años. En los ensayos de Sobre la fotografía (On Photography) y Bajo el signo de Saturno (Under the Sign of Saturn) hay una urgencia inédita por intervenir en los temas que aborda. Sontag siempre entendió que lo imaginario es no sólo una parcela decisiva de la realidad; interviene en ella, la modifica, le reconoce valores diferentes de lo meramente económico o moral. Hace veinte años luchó para que se publicara en inglés a Robert Walser; hace un año, para que se tradujera a Roberto Bolaño. Durante más de treinta años de amistad, era raro que en nuestros encuentros no citara regularmente a Borges, el nombre de algún personaje de la Historia universal de la infamia, alguna situación de un cuento o, sencillamente, la estatura mítica del ciego que encarnó para el siglo XX la literatura entera.
La patria de la imaginación
Recuerdo que después de la caída del muro de Berlín intuyó que una ola de guerras civiles, locales, iba a terminar de destruir los últimos focos de cultura cosmopolita que los nacionalismos inventados en el siglo XIX habían logrado gradualmente exterminar al imponerse en el siglo XX. A mi afecto por la desaparecida Esmirna anterior a Kemal Atatürk, a la extinta Alejandría anterior a Nasser, Susan me iba a responder que era necesario agregar Sarajevo, adonde fue en plena guerra civil de la ex Yugoslavia, menos para poner en escena, bajo las bombas, Esperando a Godot que para estar cerca de las ruinas de una ciudad donde habían podido convivir durante siglos cristianos, musulmanes y judíos. Poco antes yo había realizado un pequeño film en el que a través de la música de Scarlatti evocaba la Andalucía anterior a 1492, donde esa misma convivencia había sido posible. Le envié un video del film como respuesta a su viaje y en nuestro siguiente encuentro me lo comentó diciéndome: "Cada vez más la verdadera patria de gente como nosotros estará en la imaginación y en los libros".
Esto me lleva a su admirable condena de la política de Israel, algo audaz para una judía norteamericana no marxista, y a su no menos admirable condena de la corrupción de los dirigentes palestinos que pretenden actuar en nombre de su pueblo, relegado y discriminado en su propia tierra. Demonizada por la prensa de su país porque mantuvo la cabeza fría después del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, su ferocidad se hizo mayor cuanto más de cerca la tocaba la soberbia del poder armado: ante la agresión norteamericana a Irak, con la salud ya minada por una serie de cánceres recurrentes, no dejó de participar en lo que podríamos llamar la resistencia interna. Cuando fue a recibir el premio de los libreros alemanes en 2003 (una de las distinciones europeas más independientes y respetadas, lejos de la politiquería del premio Nobel), el embajador de los Estados Unidos en Alemania rehusó asistir a la ceremonia y ella le agradeció públicamente su ausencia. El horror de la tortura institucionalizada indignaba por encima de cualquier otra cosa a Sontag. No en vano nunca luchó por principios abstractos, que siempre terminan justificando lo inaceptable, sino por el derecho de los individuos a vivir a la altura de sus aspiraciones. Su último libro de ensayos se tituló Ante el dolor de los demás (Regarding the Pain of Others), título que juega con los dos sentidos que tiene en inglés su primera palabra: tanto "respecto a" como "mirando" el dolor de los demás.
La satisfacción de un deseo
Me doy cuenta de que no he hablado de la obra de ficción de Sontag, la parte menos apreciada de su producción; es, sin embargo, la que más claramente refleja su trayectoria humana individual. A sus primeras novelas de los años 60, El benefactor (The Benefactor) y Estuche de muerte (Death Kit), ejercicios demasiado intelectuales para resultar realmente convincentes como obras de imaginación, sucedió un largo silencio que iba a romperse en la última década con dos voluminosas novelas en apariencia "históricas", donde el placer de contar, de inventar situaciones y peripecias para sus personajes, de variar los abordajes narrativos a lo largo del mismo libro está alimentado por sus emociones más personales: en El amante del volcán (The Volcano Lover), su pasión por Italia, su fascinación con las pasiones que ese territorio de la inteligencia y el placer de los sentidos despertó siempre en los extranjeros, y al mismo tiempo la admiración por la lucha revolucionaria encarnada en una figura de mujer; en En América (In America), su propia pasión por el teatro, por inventarse una nueva identidad en un escenario que en este caso es el de un continente inexplorado.
Estas novelas están llenas de vida emotiva e intelectual y en ellas reconozco la satisfacción de un deseo que en Susan Sontag iba aumentando con la edad, con la salud asediada, con la pérdida de las ilusiones políticas en este mundo cada vez más atroz, el de nuestro presente. Decir que ese deseo es el de vivir intensamente, el de conocer más y mejor, el de explorar nuevas experiencias me parece una forma acaso banal de describir una entrega que en ella tenía la nobleza de las pasiones a las que un individuo se atreve y aún más si es un intelectual, a quien la imaginación colectiva ve ajeno a toda intensidad de sentimiento. Es, sin embargo, esta intensidad del sentimiento lo que hoy, en este día de tristeza, a pocas horas de enterarme de su muerte después de meses de lucha contra un linfoma, rescato de la mujer que fue mi amiga. Dedico estos párrafos a la persona que ella más quiso: a su hijo David Rieff.
Link corto: http://www.lanacion.com.ar/667554
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