Lo primero que pensó el agente inmobiliario, sentado ante su médico y su irremediable decadencia física, fue una refutación de las estadísticas en las que el diagnóstico se basaba.
"Yo no soy caucásico", dijo en una media voz, retomando una vieja teoría que había discutido con sus amigos, en particular con el ex-rabino que había "colgado los hábitos" (o las trenzas, como se diga en esa religión) para entregarse al ejercicio desenfrenado de la bisexualidad, el cine y la literatura, tres pasiones para las cuales había encontrado en París el habitáculo perfecto, antes de volver, algunos años atrás, a la patria, víctima también él de las traiciones de la carne, perpetradas, en su caso, como una foquismo guerrillero que cada tanto transformaba zonas aisladas de su epitelio en carcinomas.
"Yo soy judío", insistió ante su médico el agente inmobiliario, como antes ante su incrédulo amigo, que no podía darle la razón en algo para lo cual no hay, ni hubo nunca, pruebas: no había judíos en su familia, su educación fue laica, ni siquiera había sido circuncidado y su ignorancia de las tradiciones de Sión era tan completa que desesperaba al ex-rabino, confundiendo prohibiciones sanitarias con asuntos del dogma religioso.
"¿De dónde sale esa manía por pensarte judío?", preguntó alguna vez el ex-rabino, "¿Y para qué te serviría esa identidad si no estás dispuesto a cultivarla?". Habían acordado, en ese entonces, que él no necesitaba pruebas sino una confirmación filosófica: él era judío sencillamente porque, como cualquier persona, podía serlo. Ahora, ante su médico, mucho menos complaciente con sus caprichos étnicos, las cosas no fueron tan sencillas.
"Los judíos son también caucásicos", le espetó el galeno. "Yo no, yo soy semita", insistió el agente inmobiliario, que se había convencido de que sus antepasados mediterráneos lo habilitaban también para esa usurpación. "Toda la vida me han confundido con un sefardí. El resultado de estas pruebas es racista".
"Las cosas que hay que oir", farfulló el profesional de la salud detrás del escritorio, se sacó los lentes y se masajeó el puente de la nariz antes de continuar su perorata. "Las únicas diferencias sensibles en los marcadores que estamos analizando se plantean para adultos caucásicos, en oposición a negros o asiáticos. Por otra parte, 'semita' no es una designación científica. Vos tenés mal el colesterol que saca los triglicéridos de las arterias, y eso supone un riesgo coronario, seas judío o no."
La advertencia era a mediano plazo, pero el tonito sonaba perentorio. Dieta y ejercicio aeróbico, hasta que sobreviniera el infarto. "¿Ir al gimnasio?", preguntó con asco el agente inmobiliario, que odiaba la banalidad de esas instituciones malignas. "No, no", dijo el médico. "Caminar y correr. Podés ir al gimnasio o no, como prefieras". En cuanto a la dieta: aceite de oliva y pescados de mar (adiós al delicioso pacú que planeaba ir a pescar al Paraná santafecino para su cumpleaños), nada de frituras. Carnes, lo menos posible. Fiambres: veneno. "Si te cuidás", ironizó el doctorcito, que en alguna revisación física lo había visto desnudo, "vas a llegar a ser un buen judío".
A través de la ventana del consultorio, el agente inmobiliario verificó que la nieve seguía cayendo silenciosamente sobre Buenos Aires.
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