Siempre había temido estar casi vacío, no tener, en una palabra, razón seria para existir. Ahora, ante la evidencia de los hechos, estaba bien convencido de mi nulidad personal. En este medio demasiado diferente de aquel en el que había adquirido mezquinas costumbres, me había disuelto al instante. Me sentía muy próximo a dejar de existir, pura y simplemente. Así, ahora lo descubría, en cuanto habían dejado de hablarme las cosas familiares, ya nada me impedía hundirme en una especie de hastío irresistible, en una forma de catástrofe dulzona y espantosa. Una asquerosidad.
La víspera de dejar mi último dólar en aquella aventura, seguía hastiado y tan profundamente, que me negaba incluso a examinar las necesidades más urgentes. Somos, por naturaleza, tan fútiles que sólo las distracciones pueden impedirnos de verdad morir. Yo, por mi parte, me aferraba al cine con un fervor desesperado.
Al salir de las tinieblas delirantes de mi hotel, probaba aún a hacer algunas excursiones por las calles principales de los alrededores, carnaval insípido de casas vertiginosas. Mi hastío se agravaba ante aquellas extensiones de fachadas, aquella monotonía llena de adoquines, ladrillos y bovedillas y comercio y más comercio, chancro del mundo, que prorrumpía en anuncios prometedores y pustulentos. Cien mil mentiras meningíticas.
Louis-Ferdinand Céline. Viaje al fin de la noche. Barcelona, Edhasa, 2004. Tr. Carlos Manzano. Págs. 253-254
Ya no hay vergüenza...
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