lunes, 4 de septiembre de 2006

Enchufes y combinaciones

Resulta que no todo es tan fácil como parece. Como S. se había olvidado de los adaptadores para los cargadores de las baterías de sus cámaras y para la laptop, porque hizo las valijas a tontas y a locas (él justifica su falta de precaución en los trabajos de último minuto que tuvo que encarar antes del vuelo, yo digo que fue mala planificación), tuvimos que salir a buscarlos por el barrio. Imposible conseguirlos. Adaptadores para los enchufes sudamericanos o norteamericanos, en Berlín no se consiguen con facilidad. Los amigos tampoco tienen, ni siquiera los argentinos exiliados. Le recomendaron a S. que fuera a Saturn, una cadena de electrodomésticos y artículos electrónicos (equivelente a Frávega, pero con un surtido mucho mayor). De las varias opciones posibles sugerí, de acuerdo con nuestro mejor amigo (el mapa de la ciudad), que fuera a la sucursal de Postdamer Platz, la más a mano. Yo iba a quedarme a cocinar un guiso de lentejas para la noche, porque invitamos amigos a cenar. Por supuesto, a último minuto S. se las ingenió para que yo decidiera acompañarlo. Le advertí, sin embargo, que el complicadísimo proceso de decidir el itinerario quedaba a su cargo y que yo me negaría a oficiar de guía urbano. Según su teoría, si tomábamos la línea 2 en Deutsche Oper, llegábamos justo a Postdamer Platz, y sin trasbordo alguno. Creí en su palabra y lo felicité por la sabia decisión: eran sólo ocho estaciones y si bien la caminata hasta Deutsche Oper es bastante más larga que hasta Richard Wagner Platz (ya los nombres permiten hacerse una idea de la pretensión del barrio en que vivimos), ya estoy acostumbrado a volver a casa con las pantorrillas agarrotadas.
Sucedió lo imprevisible: no sé qué obra de la que no estábamos enterados desvió el trayecto del tren subterráneo en el que íbamos hacia otra línea, de modo que conseguimos apearnos en los alrededores del Museo Judío sin saber cómo hacer para llegar a Saturn (y sin la posibilidad de visitarlo, por otra parte, porque los lunes cierra). Vi en el mapa que había un ómnibus, el 41, que nos dejaba bien y lo esperamos. Llegó puntualmente y bajamos en ese horror arquitectónico que es Postdamer Platz (el Sony Center, vaya y pase, pero lo demás es como una pesadilla de borracho en un casino de Las Vegas). Si lo que que en la zona queda del Muro de Berlín, como adornito para emocionar a los turistas o trabajo práctico para alumnos de las escuelas primarias, pudiera hablar, diría a gritos que si para eso lo derrumbaron, mejor sería volver a pensar (¡oh Hobsbawm!) la historia nuevamente.
No se veía el Saturn por ninguna parte y, aunque sabíamos que debía estar en el mismo edificio que alberga los cines IMAX, resultó que la zona está plagada de ellos y el dato no nos servía para orientarnos. Sabíamos la dirección, pero el amable joven al que me atreví a interrogar me dijo que él conocía la Postdamer Strasse, pero no la Alte Postdamer Strasse (e incluso esbozó una sonrisa burlona, como si yo estuviera diciendo cualquier cosa). Cuando le dije que queríamos llegar al Saturn, al supermarket, me indicó vagamente una dirección con el brazo y me dijo que la entrada estaba en el primer piso. Tenía razón, pero yo también: la entrada al centro de compras (presentes todas las marcas, desde Zara hasta Mandarina Duck) quedaba en la Alte Postdamer Strasse, una callecita diagonal que nunca debió tener ninguna importancia y por eso nadie la reconoce como tal.
Ya una vez dentro del Frávega alemán, nos encontramos como bobos ante todas las delicias electrónicas del mundo, a precios ridículamente bajos (y, de todos modos, inalcanzables para nosotros). En la batea de los adaptadores encontramos a 1,99 euros el adaptador para la laptop, pero para nuestra sorpresa, ningún adaptador de los de tres patas oblicuas (ésas que tantos dolores de cabeza nos dan también en Buenos Aires) a dos. S. insistió en comprar un adaptador universal (decía la caja, ¡mentirosa!) que costaba la friolera de 8,99 euros. Como iba a pagarlo él, lo dejé hacer mientras me entretenía en mirar hipotéticos regalos para mis hijos (lo que vale es la intención).
En un momento que debí haber evitado a toda costa, S. me atacó con una caja en la mano y una propuesta extraordinaria. Lo que la caja contenía era una cámara digital excelentísima, a precio de saldo, y lo que su cabeza había imaginado era que yo (que nunca tuve cámara fotográfica porque no me interesa semejante pasatiempo) pagara la mitad de su costo, para poder aprovecharla en las investigaciones paleográficas que tengo planeado realizar. Harto del lugar, de la tarde perdida, de la minúscula falla en el sistema de transporte (que, después nos dimos cuenta, estaba anunciada en todos los andenes de la línea 2) acepté la propuesta, bien típica (ahora que lo pienso) de la avaricia gallega que suele empañar el criterio comercial de S., pero ciertamente atinada en cuanto a los beneficios que el diminuto adminículo nos permitirá.
Cargados con nuestra deliciosa cosecha de adaptadores y nuevos juguetitos ópticos, esta vez decidí que hiciéramos combinación para llegar a Richard Wagner Platz (nuestra estación de la línea 7). Ya que estábamos, quería pasar por el puesto de flores para comprar un par de plantas para nuestra casa: alguna cosa viva que nos acompañe, ya que las gatas han quedado al cuidado de V., a quien no nos atrevemos a pedirle parte diario de su condición física y estado emocional por miedo a que nos considere aún más ridículos de lo que seguramente ya somos a sus ojos de joven alocado.

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