domingo, 28 de diciembre de 2014

El fin del arte

El arte, ¿es algo más que un producto de lujo?

El papel cada vez mayor que  juegan en el arte contemporáneo los grandes grupos financieros ligados a la industria del lujo suscita menos debate que el jugado por las tiranías petroleras. En contraste con la inclinación tradicional del mundo del arte hacia las posturas “radicales” y los discursos contestatarios, artistas, intelectuales y críticos de arte parecieran hoy paralizados por el miedo a una fuga de capitales; como si expresar el mínimo disentimiento los pudiera exponer a represalias que afectarían sus bolsillos. En este medio, en general vocinglero —y que ha sabido a veces ser contestatario— reina la omertà en cuanto de financiación se trata.  Al manifestar sospechas sobre el altruismo de tal o cual patrón (en el sentido de “mecenas”), la respuesta general suele ser que no hay auto-engaño, pero tampoco alternativa: la famosa TINA (There Is No Alternative1).  De este modo,  el desentendimiento del Estado, empobrecido por una crisis en la que los mismos grandes grupos financieros han jugado un rol importante, habría condenado al mundo del arte y la cultura a mendigarle a los ricos.
No nos erigimos en modelos de virtud. En el mundo de la cultura, ¿quién no ha participado de una u otra forma en las manifestaciones de una fundación privada? Pero cuando las fortunas más importantes de Francia rivalizan para intervenir de forma masiva en la producción artística, los argumentos clásicos a favor de este tipo de financiación nos parecen débiles e hipócritas.
Durante las manifestaciones artísticas “patrocinadas” de esta forma, se insiste siempre en la separación impermeable entre la actividad comercial del sponsor y la actividad cultural de la fundación que lleva su nombre. De hecho, hubo un tiempo en el que los grandes mecenas apoyaban a las artes sin tener protagonismo.  Se contentaban con una mención en tipografía de cuerpo 8 al calce de una segunda de forros, con una placa dorada en la esquina de un edificio, con unas palabras de agradecimiento como preámbulo. Pero nuestra época es una de anuncios estrepitosos, de fiestas faraónicas y publicidad gigante. Ya no se le da carte blanche a un artista para quedar en la sombra: se le comisiona la decoración de una boutique en los Champs-Élysées o la puesta en escena de la inauguración de una sucursal en Tokio. La tienda de bolsos de mano está separada de la galería por un delgado muro, las obras se mezclan con los accesorios que a su vez son presentados en pedestales y acompañadas de una cédula. A partir de ahora, las boutiques de lujo, se pretenden como prototipo de un mundo en el que la mercancía sería arte porque el arte es mercancía. En este mundo todo sería arte porque todo es mercancía. Montándoles pasarelas de oro, los nuevos dueños del mercado del arte han sabido corromper a los expertos y curadores más reputados, contribuyendo así al empobrecimiento intelectual de nuestras instituciones públicas. Esto no les proporciona de ninguna manera los medios para favorecer una idea del arte como tal, puesto que el patrón interviene sin cesar en las transacciones en las que tienen gran interés.
Tampoco hay impermeabilidad entre los negocios y las cosas del arte, no hay, de hecho, ni inocencia, ni altruismo en las ayudas que dichas personas dispensan. Sus empleados tienen siempre el cuidado de recordarnos que el mecenazgo es una antigua y noble tradición. Sin remontar hasta Romain Mécène –delicado amigo de los poetas— citan a Laurent de Médicis, Jacques Doucet o Peggy Guggenheim, de los que los señores Pinault y Arnault serían dignos sucesores.  Aún si se tratará de esos gentiles amateurs ilustrados que nos pintan las secciones culturales de los diarios y no de los negociantes sin escrúpulos que nos revela la sección económica, la contabilidad habla por sí misma.
La esencia del verdadero mecenazgo es la dádiva, el gasto ineficiente o, para hablar como Georges Bataille, “improductivo”. Los verdaderos mecenas pierden dinero, es solo por ello que merecen un reconocimiento colectivo. Ni el señor Pinault ni el señor Arnault pierden un céntimo en las artes. No solo desgravan una parte de las ganancias que no se encuentran ya en algún paraíso fiscal y adquieren para sí mismos —con mayor ganancia— salas de subastas, sino que desvían fondos públicos (como en la reciente exposición, tan apropiadamente llamada À double tour, en la Conciergerie2) para eventos que solo aspiran a elevar la cotización de los artistas en los que  — temporalmente— han decidido apostar. Destiemplan el mercado apropiándose de todos los eslabones de su cadena, buscando hacer y deshacer glorias. En una palabra: especulan con la colaboración activa de grandes instituciones públicas que intercambian favores por tesorería. Poseedores ya de las fortunas más importantes de Francia, se enriquecen aún más por medio del arte. Los que se presentan ante nosotros como nobles mecenas son en realidad especuladores. ¿Quién no lo sabe? Pero ¿quién lo dice?
Un argumento aún más frágil a favor de este modo de financiación para el arte llama al respeto del espíritu empresarial y a la consideración de los intereses industriales de Francia.  ¿No debemos reconocimiento a estas joyas de la corona CAC 403 por la ayuda que aportan a la creación? Basta sin embargo una ojeada a la historia de grupos financieros como los de los hermanos enemigos Kering-Pinault y LVHM-Arnault para entender que ya no se trata, y esto desde hace tiempo, de grupos industriales. Su política es clara y estrictamente financiera y solo la lógica del lucro determina qué empresas adquieren o abandonan. Esto lo han aprendido a la mala más de mil mujeres despedidas recientemente después de haber consagrado su vida profesional a La Redoute4.  Hoy, la gran empresa ha perdido su fábrica contra el Just-in-Time5 ; ha extraviado su producción industrial en la jungla asiática. A su política de caja registradora y de evasión fiscal los intereses nacionales le importan poco, como lo prueba el reciente ardid del señor Arnault en Bélgica6. Es la política en sí misma —obsesionada con los dividendos y ganancias a corto plazo— la que ha provocado la mayor crisis económica de los últimos cincuenta años, la que ha puesto de rodillas a naciones enteras y ha arrojado a la miseria y a la desesperación a millones de nuestros vecinos europeos.
Pero qué importa la inmoralidad del capitalismo encarnado en estos nuevos príncipes, nos dicen. Las manifestaciones artísticas no tienen ninguna consecuencia para ellos, que se mueven en otra escala. Este argumento cínico choca contra la evidencia de la orquestación mediática, puesto que la nueva cultura empresarial cree en “El Evento” como en un nuevo Dios. Las finanzas y la comunicación han remplazado a la instalación industrial y al equipo de ventas. Y es que el arte, bueno o malo, favorece el acontecimiento: “El Evento”, a menudo para su desgracia, algunas veces a su pesar. El arte fluctúa como el dinero y este movimiento puede incluso devenir en valor bursátil. Para una sociedad que se sueña rápida, adaptada a los flujos, el arte se ajusta al perfil de objeto del deseo y ofrece así a los nuevos consorcios financieros una vitrina ideal. Pueden esgrimirlo como su proyecto existencial. Y para que esta simbiosis neoliberal sea viable, basta con que el arte se deje absorber, que los artistas renuncien a toda autonomía. No es entonces sorprendente que el academicismo de hoy sea de diseño:  chic y plano, de shock y fotogénico, se embala fácilmente en el white cube del museo, se desembala igual de fácil en las profundas mazmorras de los castillos de naipes del mundo de las finanzas. Los museos privados de nuestros multimillonarios son los palacios industriales de hoy.
¿Podemos seguir creyendo que la apropiación de nuestro trabajo y el aval de nuestra presencia son solamente un elemento omisible en sus estrategias? Algunos de entre nosotros se dicen no solo de izquierda, sino marxistas, incluso revolucionarios. ¿Se quedan satisfechos ante tal evasión? ¿El poder aplastante del enemigo hace de él un amigo?  En estos tiempos de desempleo masivo, de pauperización de las profesiones intelectuales, de desmantelamiento de los sistemas de protección social y de cobardía gubernamental, los artistas, escritores, filósofos, curadores y críticos: ¿no tenemos nada mejor que hacer que ayudar a estos colosos financieros a recuperar la reputación pérdida? ¿Que contribuir, por poco que sea, a la imagen de su marca? En todo caso, nos parece urgente —en el momento justo en que para la inauguración de una fundación riquísima, su arquitecto (Frank Gehry) es celebrado en el Centre Georges Pompidou7— exigir que las instituciones públicas dejen de servir a los intereses de los grandes grupos privados acomodándose a sus elecciones artísticas. No pretendemos dar lecciones de moral. Queremos simplemente abrir un debate que ya no puede esperar y explicar por qué no vemos ningún motivo de celebración en la inauguración de la Fundación Louis Vuitton para el arte contemporáneo.

Pierre Alferi, escritor.
Giorgio Agamben, filósofo.
Madeleine Aktypi, escritor.
Jean-Christophe Bailly, escritor.
Jérôme Bel, coreógrafo.
Christian Bernard, director del Museo de arte moderno y contemporáneo (Mamco) de Ginebra.
Robert Cahen, artista.
Fanny de Chaillé, coreógrafa.
Jean-Paul Curnier, filósofo.
Pauline Curnier-Jardin, artista.
Sylvain Courtoux, escritor.
François Cusset, escritor.
Frédéric Danos, artista.
Georges Didi-Huberman, historiador de arte.
Suzanne Doppelt, escritor.
Stéphanie Éligert, escritor.
Dominique Figarella, artista.
Alexander García Düttmann, filósofo.
Christophe Hanna, escritor.
Lina Hentgen, artista.
Gaëlle Hippolyte, artista.
Manuel Joseph, escritor.
Jacques Julien, artista.
Suzanne Lafont, artista.
Xavier LeRoy, coreógrafo.
Philippe Mangeot, miembro de la redacción de Vacarme.
Christian Milovanoff, artista.

Marie José Mondzain, filósofo.
Jean-Luc Nancy, filósofo.
Catherine Perret, filósofo.
Olivier Peyricot, diseñador.
Paul Pouvreau, artista.
Paul Sztulman, crítico.
Antoine Thirion, crítico.
Jean-Luc Verna, artista.
Christophe Wavelet, crítico.

Carta publicada el 20 de octubre del 2014 en la revista informativa Mediapart.

Notas de la traductora
(1) «No hay alternativa»: eslogan, atribuido a Margaret Thatcher, utilizado en los años 80 para significar la necesidad y beneficios del libre mercado empresarial, el capitalismo y la mundialización y el inevitable fracaso de cualquier otra orientación.
(2) Referencia a la exposición de obras de la colección privada de François Pinault en la Conciergerie, edificio histórico de París.
(3) Índice bursátil basado en las 40 empresas de capitalización de valores más significativas de Francia.
(4) Empresa perteneciente al hijo de Pinault que recientemente suprimió 1178 puestos de trabajo.
(5) Método japonés de organización para las fábricas que pretende aumentar la productividad y “eliminar el desperdicio”.
(6) Quien solicitó la nacionalidad belga en 2012, arrepintiéndose al poco tiempo ante la presión de la opinión pública(las cargas fiscales belgas son mucho más ligeras que las francesas). 
(7) La inauguración de la fundación privada de Arnault coincide con una retrospectiva a su arquitecto en un museo público.

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