Por Daniel Link para eñe
Se me pide que mencione algún libro
del 2014 sobre el que quiera escribir unas palabras. Elijo En
ausencia de guerra de Edgardo Cozarinsky porque me consta la poca
atención que la novela ha recibido en los medios de Buenos Aires. No
sé por qué no se ha reseñado esa novela, pero yo personalmente la
encuentro mucho más fría que cualquiera de las anteriores, en las
que Cozarinsky había conseguido un delicadísimo equilibrio entre lo
personal y lo apersonal, entre la memoria que puede atribuirse a un
personaje literario (la propia memoria) y la memoria pública.
Leo con
atención las sutiles variaciones literarias que Cozarinsky ensaya en
cada una de sus novelas. En la penúltima, Dinero para fantasmas,
me había impresionado el alargamiento inesperado del fraseo de su
prosa, mediante la inclusión de inhabituales subordinadas y
parentéticas, lo que confirmó la extraordinaria vitalidad de su
literatura, que no se conforma con ensayar una receta sino que se
pone en riesgo con cada una de sus entregas.
En ausencia de guerra también
experimenta, pero esta vez ensayando un tipo de correlación
entre universos (argentino-argelino: la lucha armada de los años
setenta en nuestro país, la guerra civil argelina posterior a su
independencia, etc.) donde lo que no tiene lugar es precisamente el
espacio que habitualmente Cozarinsky se reservaba para si o sus
dobles novelescos: el que une mundos distantes o el que se sostiene
en el abismo que separa mundos. Sin el personaje y narrador de En
ausencia de guerra, en cambio, esa correlación se sostendría de
todos modos.
Lo primero que aparece es una carta
encontrada en un libro en una librería de usados cualquiera.
Casualmente, la amiga que firmó esa carta le legará al narrador una
historia que pone entre signos de interrogación la epicidad de los
grupos guerrilleros de los años setenta y una confesión terrible de
alguien que, cuando fue parte de esos grupos, mató a dos de sus
compañeros “para mostrarme fuerte y valiente”, y que luego
fingió un secuestro para hacerse de una pequeña fortuna.
Paralelamente,
la tibia fantasía heterosexual en la que el narrador se ve envuelto
lo conduce a una historia de venganzas cruzadas al estilo de Extraños
en un tren (la novela de Patricia Highsmith en la que dos
desconocidos entablan un pacto siniestro para matar y quedar
impunes): la partenaire sexual del narrador cree haber matado
a Henry Kissinger, cuando en realidad la víctima accidental fue un
artista de variedades de la televisión.
Si, como quiere Cozarinsky, "Los
cuentos no se inventan, se heredan", tal vez lo que se guarda en
esa caja de seguridad suiza no sea propiamente un testimonio de un
pasado como herencia maldita, sino un principio de composición
novelesca que, por primera vez, Cozarinsky pone en escena: al
tacharse a si mismo del relato, éste se vuelve apenas el rastro
helado de una ausencia y la historia pasa de la tragedia a un
vaudeville que,
como nuestro presente absoluto,
incluye héroes falsos, testaferros y secretos suizos.
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