Se fue el 2014, como un suspiro. El
2015 será mejor, porque es impar, pero tampoco es que éste haya
estado tan mal. Si tuviera que que caracterizarlo, diría que fue un
año de migración para los espíritus sensibles: teniendo en cuenta
los gigantescos progresos que la sociedad civil LGTBI realizó en los
últimos años, arrancándole a un Estado histérico (deseoso de
agradar a toda costa) leyes fundamentales para nosotrxs, era cantado
que todo se volvería Q (de queer: “rara, como encendida”).
Lo raro vino de la mano de una masiva
agitación en favor de los derechos de los animales. Yo mismo he
firmado durante este año decenas de peticiones para que cancelen las
riñas de gallos en tal provincia, las carreras de galgos en tal otra
y para que cierren zoológicos y circos con animales. Este mismo
suplemento desplazó sus reportajes fotográficos de lo puramente
estilístico a la convivencia con animales entendiendo que toda
biopolítica comienza por casa y que no hay casa sin mascota.
Algunos pensarán que la defensa de la
integridad de la vida animal es un acto frívolo. Yo no estoy tan
seguro y miro con distraída simpatía la causa animal, sobre todo
porque es la más rara, la menos exclusiva (no se choca con ninguna
otra, ni siquiera la revolución), la que puede arrastrar a todos y a
cualquiera.
Una vez que se universalizaron ciertos
derechos de las personas (sin que esto implique que hayan
desaparecido el heterosexismo, la transfobia, el pánico homosexual y
demás desviaciones de pensamiento que ninguna ley conseguirá nunca
modificar), nos volcamos a defender a aquellos a los que miramos con
la intriga de quien se mira al espejo para adivinar quién es. Un
animal maltratado, pareciera, abre la puerta para el maltrato a las
personas, para la discriminación y las fantasías de exterminio,
porque es precisamente en ese punto de articulación entre lo humano
y lo animal donde se juega la suerte de cualquier forma de vida
entendida como una singularidad en riesgo (Hitler decía que había
que había que matar a los judíos como piojos).
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