Por Eduardo Grüner para RadarLibros
Supongamos que, en 1938, en Coyoacán (México) se hubiera producido un encuentro entre el “capo” de uno de los más innovadores movimientos de vanguardia artística de la época, el surrealismo, y uno de los más importantes líderes de la Revolución Bolchevique de 1917, forzado al exilio por el despotismo estalinista que se había encaramado al poder en la URSS. A saber, respectivamente, André Breton y Lev Davidovitch Bronstein, alias León Trotski. Y supongamos, para mayor dislate imaginario, que de sus discusiones brotara un documento que teorizara las relaciones entre arte moderno y política revolucionaria, titulado, por ejemplo, Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente (MARI). Y supongamos, para colmo, que dicho documento fuera asimismo rubricado por un gran artista mexicano, digamos Diego Rivera –por cuya intermediación, de paso, el perseguido Trotski había conseguido el permiso de residencia del presidente Lázaro Cárdenas–. ¿No sería todo ello tema de una magnífica aunque un tanto delirante novela? Y bien, no hace falta suponer tanto. De hecho, hay al menos dos grandes novelas (La Segunda Muerte de Ramón Mercader, de Jorge Semprún, y El Hombre que amaba a los Perros, de Leonardo Padura) en las que se alude a semejante hipótesis. Y por si eso fuera poco, hay al menos dos importantes libros de biografía histórica (los de Victor Serge e Isaac Deutscher) donde se relatan los pormenores de ese encuentro disparatado. Porque sucede que el “disparate” constituye un hecho real, perfecta y profusamente documentado.
Y sucede también –porque aún en el país que estamos desviviendo hoy en día pueden suceder estas cosas– que ahora podemos contar con un libro que reúne la gran mayoría de esos documentos, incluyendo al propio MARI así como artículos, cartas, otros manifiestos previos, comentarios y testimonios de otros autores (Gérard Roche, Maurice Nadeau, Pierre Naville, y siguiendo), etcétera: El Encuentro de Breton y Trotski en México, editado por el IPS (Instituto de Pensamiento Socialista). El conjunto, articulado alrededor del eje central del MARI, es en sí mismo un acontecimiento inaudito. Lo es, en primer lugar, por la propia coexistencia de esos nombres en un documento de su índole. Por supuesto, a esa altura del siglo XX (por solo hablar de él) ya se habían producido multitud de manifiestos de las vanguardias estéticas, y no menor cantidad de manifiestos políticos revolucionarios. Pero no hay ningún documento que haya reunido simultáneamente figuras de primera línea de ambos campos. No abundaremos aquí, por falta de espacio, sobre las presuntas motivaciones personales y políticas –pero, tratándose de esos personajes, ¿cómo distinguirlas?– que pudieron llevarlos a juntar sus cabezas en esa empresa insólita: pueden inducirse fácilmente de la lectura. Pero sí nos interesa subrayar, aunque fuera esquemáticamente, la manera en que ese intercambio pone en juego apasionadamente algunas de las cuestiones más complejas y críticas de la siempre compleja y crítica relación entre arte y política. Lo primero que llama la atención a una mirada más o menos prejuiciada es que ninguno de los autores del MARI cae, en ningún momento, en el más mínimo reduccionismo: bien al contrario, hay un esfuerzo permanente por dejar bien en claro la necesidad de una completa autonomía de la creación artística. “Autonomía”, no respecto de lo político en general, lo cual sería una ingenuidad (puesto que, como decía Napoleón, la política es lo que ocupa el lugar del Destino trágico en la modernidad), sino de cualquier intento de “propagandismo”, dirigismo o mandato por parte del Estado, aún el más “revolucionario” –y ciertamente, el “realismo socialista” abogado por el estalinismo en su momento tenía muy poco de revolucionario–. Y aquí la posición más sorprendente –siempre para ese espíritu prejuicioso– no es la del surrealista Breton, sino la del bolchevique Trotski. En efecto, allí donde el surrealista propone la fórmula “Total libertad en el arte, salvo contra la revolución proletaria”, el bolchevique lo corrige drásticamente, limitando la fórmula (es decir, ampliándola al máximo) a “Total libertad en el arte”. Punto. Trotski, otra vez para sorpresa de nuestros prejuicios, demanda, para el período de la construcción del socialismo, dirigismo estatal para la economía pero un “régimen anarquista” (sí, dice anarquista) para el arte. Y no es la única ni la última sorpresa: cada vez que Breton incluye en el Manifiesto alguna referencia al psicoanálisis –al cual, como se sabe, el surrealismo era tan afecto–, Trotski lo deja hacer, pero… le corrige la teoría, demostrando que era un lector más atento de Freud de lo que jamás lo fue el jefe surrealista. Ahora bien, las implicaciones del debate (porque, pese al acuerdo final, hubo un debate, que por momentos hizo saltar chispas) son aún mucho más vastas, e incluso rozan, y en algunos casos anticipan, las discusiones de teoría crítica que atravesaron todo el siglo XX y lo que va del nuestro: aunque las palabras usadas sean obviamente otras y los nombres propios no puedan comparecer como tales, allí están, entre líneas, desde la dialéctica “estetización de la política / politización del arte” de Benjamin hasta “la obra de arte como producto anti-social de la sociedad” de Adorno, pasando por el arte como “memoria anticipada” de Ernst Bloch, y ni hablar del sempiterno (y en general mal entendido) tema sartreano del “compromiso”. En suma, y para volver al principio: si se quiere, el libro puede ser leído como una gran “novela teórica” sobre las igualmente grandes cuestiones culturales de la modernidad, de la situación del arte en el capitalismo, de las perplejidades de las tensiones arte / política en el contexto de un proceso revolucionario, de las no menores dificultades de la relación entre arte y subjetividad. Y esa “novela” tiene, con perdón de la palabra, una “moraleja”, en la que sin duda los autores del MARI logran consenso pese a sus diferencias: el estado del arte y la cultura es el criterio de juicio más alto para medir la naturaleza de una sociedad, y por lo tanto los debates –cuanto más ríspidos y rigurosos, mejor- sobre la relación arte / política son, por sí mismos, un hecho de civilización. Cualquier diferencia con nuestra situación actual es de una estricta causalidad.
Las tres gracias
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Hace 3 semanas.
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