Por Daniel Link para Perfil
Diciembre fue, para él, un mes
crudelísimo. Dos proyectos en los que había invertido buena parte
de las semanas de un año par y bisiesto (que considera funestos, no
importa cuánto lo acusen de supersticioso) se vinieron abajo como un
castillo de naipes, lo que sumado a las habituales características
de ese mes insoportable (dos amigas muertas, la ciudad atormentada, la necesidad de
cerrar siquiera ilusoriamente los asuntos pendientes) y algunas
nuevas (las copiosas lluvias, las convulsiones sin cura que sufre la
perra vieja, ya en sus catorce años) lo hicieron desear huir a
cualquier parte.
Cumplida la navidad, se presentó en
Ezeiza para abordar rumbo al extranjero: de lejos dicen que se ve más
claro. Ya en otro país, comenzó a pensar que todo daño tiene su
parte buena: tal vez haya llegado la hora de resolver el problema de
la galería para que deje de inundarse cada vez que el cielo se
desmorona arrastrando árboles y cables de teléfono consigo, tal vez
le convenga liberarse tiempo para encarar un año impar en el que
confía ciegamente con la energía para cumplir viejas
promesas que fue postergando excusándose en la cantidad inverosímil
de trabajo que le impedían hacer lo que verdaderamente le gusta. En
adelante, se dice, antepondrá su propio bienestar al de sus
colaboradores y las empresas para las que trabaja.
Se le ocurre que, incluso con los
proyectos que todavía podría sacarse de encima, el
tiempo no va a sobrarle, así que evalúa dejar esto o aquello. Todo
dependerá, naturalmente, de su situación económica, que no puede
ser peor que en 2016.
“Ya se verá”, se dice en el
momento en que levanta la copa y se encamina, tomado de la mano con
su pareja, los dos vestidos de blanco, rumbo a la espuma del mar que
rompe sobre la playa.
Ya quiere volverse, para empezar la
vida nueva que imagina en un año impar: la dicha de un cuaderno en
blanco y el deseo de llenarlo de símbolos extraños.
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