Por Daniel Link para Perfil
A Rafael Ferro habrá que agradecerle
mucho más que sus intervenciones actorales (en el teatro, el cine y,
si acaso, la televisión). En la dedicatoria de En el país de la
noche, el libro de versos de Edgardo Cozarinsky se lee “Este
libro es de Rafael Ferro, porque me desafió a escribirlo”.
Borgeano, Cozarinsky aceptó el desafío
(el convite) y nos regala ahora, a través de Ferro, ¡un libro de
versos! (“Versificaciones”, las llama).
El libro llega exquisitamente compuesto
y editado por Cecilia Nuin y Theo Contestin. Que no es un capricho
casual producto del ennui propio de la época y la profesión
del narrador lo demuestra el dibujo de tapa, que reproduce un tatuaje
que Cozarinsky lleva en su muñeca.
En una “Carta a R.F.” que el libro
versifica se lee algo del registro de la danza (macabra y eterna) que
las formas están condenadas a bailar con el significado. La cita es
de Annie Dillard pero Cozarinsky la hace suya: “macabra porque es
del equilibrista/ que sabe que la cuerda es floja”.
Como un insospechado artista del
equilibrio o artista del hambre que encuentra en la imposibilidad de
comer o en la incapacidad de vivir en suelo sólido la condición de
posibilidad de su arte, Cozarinsky (cineasta, cuentista, novelista)
se arroja a las aguas heladas del cálculo silábico sencillamente
para no detenerse e iluminar no tanto una zona más densa de su
intimidad, sino una práctica que hasta ahora no había ejercitado.
El sedicente poeta escribe poemas. Más
humilde, Cozarinsky se declara versificador y escribe versos. O
mejor: rescata versos del archivo maldito del lector compulsivo
(Funes el memorioso es su sombra) y los combina en elegantes estrofas
que muchos poetas envidiarán (deberían envidiar) por la naturalidad
con la que brillan en un cielo cargado no tanto de estrellas sino de
luces led, esa pesadilla de un mundo que ha elegido no dormir, no
soñar, no estremecerse ante la oscuridad sino eliminarla por
completo del paisaje.
En el
país de la noche, desde su
mismo título, hace bailar las luces y las tinieblas no sólo en
versos propios sino también en algunos impropios (“versiones” de
Bishop, Pasolini, Ungaretti, Philip
Larkin).
Todo
en el libro de versos de Cozarinsky es una gran interrogación sobre
la línea de sutura (o cicatriz) entre la vida, la escritura y,
ahora, el canto.
Vaya
este nuevo desafío: Cozarinsky, que no nos debe nada, ahora debería
regalarnos un tango.
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