Por Daniel Link para Perfil
Entre los muchos daños que la pandemia
ha producido entre nosotros, uno de los más graves afecta al pacto
educativo, completamente distorsionado y librado a la buena voluntad
de sus actores.
Es dificíl sostener siquiera una
parodia de educación universal e igualitaria cuando los contextos en
los cuales el aprendizaje se desarrolla son tan desparejos.
Recién ahora, después de más de un
mes de clases suspendidas, se están distribuyendo (y está bien que
así sea) herramientas tecnológicas para que estudiantes de los
niveles inicial y secundario puedan acceder a ciertos contenidos.
Hasta donde sé, los sindicatos
docentes protestaron con vehemencia y con razón ante la conversión
inmediata de la educación presencial en educación remota.
Examino el nivel que más conozco:
universitario de grado y de posgrado. El miércoles previo a la
semana santa se nos informó que debíamos comenzar las clases
virtuales el lunes siguiente. Dedicamos ese fin de semana largo a
reformular la secuencia pedagógica de textos que pensábamos dar a
leer y a organizar algo parecido a una lógica de aprendizaje remoto.
De inmediato nos enfrentamos con varios
escollos. La bibliografía digitalizada (que tanto escándalo ha
suscitado últimamente entre personas incapaces de pensar la lectura
más allá de la propiedad privada) debía alojarse en servidores
que, muchas veces, no admitían el tamaño de los archivos. Tuvimos
que duplicar las plataformas, con el consiguiente desgaste que eso
significa para estudiantes y docentes. En segundo término, las
reuniones sincrónicas no podían programarse porque los programas al
uso (zoom, por ejemplo) no aceptan más que un número limitado de
participantes, inferior a nuestros inscriptos. Finalmente conseguimos
cuentas prestadas para poder armar reuniones de ese tipo en otras
plataformas.
Mientras tanto, los aprendizajes
funcionaron (y seguirán funcionando) de manera asincrónica y a
fuerza de esperanzas. ¿Qué se entiende de lo que mando escrito?
¿Qué se ha leído previo a la clase? Imposible saberlo.
Luego, un dato no menor: la presunción
de que cualquier docente de universidad (un cargo con dedicación
exclusiva y toda la antigüedad posible equivale a una jubilación de
un administrativo medio y esos cargos son poquísimos) contamos con
acceso a internet de alta velocidad y ambientes adecuados al
streaming en nuestras casas es completamente falsa pero, sobre todo,
injusta.
La mutación educativa compulsiva y
generalizada parece reposar en el presupuesto de que promover un
proceso complejo de aprendizaje (ligado con la lengua y la
literatura, o la matemática y los estudios sociales) equivale a la
mera distribución de contenidos. Pero si quisiéramos insistir (como
lo hacemos) en la necesidad de examinar críticamente los materiales
que constituyen nuestro objeto (letras, sonidos, colores, paisajes,
números o normas), lo cierto es que es muy poco lo que podemos
podemos hacer remotamente.
Somos docentes porque no somos gestores
culturales, ni apéndices inertes de las multinacionales de la
edición ni promotores de figuras autorales.
En un texto sobre estos asuntos
publicado muy tempranamente (el 12 de marzo), la Prof. Anna Kornbluth
señaló el riesgo fundamental del desafío al que nos mandan
responder: “las doctrinas de shock hacen
de la emergencia una nueva normalidad: convierten los esfuerzos
temporales en expectativas permanentes”.
Nadie en su sano
juicio puede negar las ventajas que la educación a distancia puede
tener (yo he dictado cursos de posgrado para alumnos mexicanos desde
la comodidad de mi escritorio en ese formato) pero en modo alguno se
puede aceptar esa conversión masiva sin una discusión profunda
sobre el alcance de la mutación a la que nos enfrentamos sólo
porque no nos queda más remedio y transitoriamente.
¿En nombre de qué
resignar la posibilidad de construir espacios comunes de lectura, y
en nombre de qué aceptar la supresión de la dimensión dialógica
de los procesos de aprendizaje (quien sostenga que puede haber
diálogo mediado por un dispositivo tecnológico o está loco o tiene
mala fe)?
Seguimos adelante
porque amamos la clase. Pero la queremos viva.
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