No se sabe bien si es un documental o un poema. Para un espectador tan enfático como yo, la apatía de su tono es conmovedora hasta la perturbación.
No se sabe bien si es un documental o un poema. Para un espectador tan enfático como yo, la apatía de su tono es conmovedora hasta la perturbación.
Por Daniel Link para Perfil
Me pregunto si el año que viene seguiremos tolerando (no digamos admirando, no digamos gustando de, no digamos envidiando, porque ninguna de esas pasiones jamás han tenido a esa especie como objeto) a los influencers.
La esfera de la opinión pública, en sus formulaciones más clásicas, era formadora de opiniones y por lo tanto, las “influencias” tenían su peso político. Pero hoy todo eso se ha reducido a que una persona (por lo general muy pelotuda) use un producto o una marca a cambio de un monto siempre ridículo de dinero con el presunto objetivo de “influenciar” a alguien para que compre ese producto o adhiera a esa marca.
El asunto es de una vileza extrema, porque es clarísimo que la gente no va a comprarse un perfume, un reloj o un auto porque lo use tal o cual idiota (perdón, quise escribir “influencer”). Lo saben incluso quienes les pagan a los influencers. ¿Por qué continúa ese círculo vicioso de falsedades, inequidades y desconsideración hacia la inteligencia general de las poblaciones? Yo diría que en esas “estrategias” del mercado publicitario lo único que importa es mantener lo más abyecto de la máquina tecno-capitalista en funcionamiento. Me imagino un año en el que la gente directamente bloquee a los influencers y sus recomendaciones, una aurora en la que la gente decida desprenderse del charco de inmundicia que son las redes.
También me pregunto hasta cuándo seremos capaces de soportar que nos humillen nuestros gobernantes. No me refiero sólo al Poder Ejecutivo, sino a la lacra del Poder Legislativo, que borra hoy con el codo lo que ayer sostuvo con algarabía. Esos buitres dispuestos a vender sus “influencias parlamentarias” por una prebenda personal o una cuota de medicina prepaga merecen público escarnio.
Por supuesto, también me pregunto hasta cuándo seguiremos aceptando el delirante sistema de tránsito que estrangula a Buenos Aires. En la Provincia, acaban de descolgarse con una medida ejemplar (un ejemplo de estupidez). En el único tramo del Acceso Oeste donde la velocidad máxima era hasta ahora de 130 km/h (velocidad imposible de alcanzar salvo a altas horas de la madrugada), fue reducida a 110 km/h.
O sea: como la autopista está, como todas las demás vías de circulación, colapsada, la única solución que alguien se le ocurre es disminuir los límites de velocidad, en lugar de pensar cómo arreglar el embrollo, el atasco, el estreñimiento. Que cada quien se arregle. Baste observar lo que sucede cuando dos autopistas se encuentran (la Perito Moreno con la 25 de Mayo, el Acceso Oeste con la General Paz, la Panamericana con el Ramal a Pilar) para darse cuenta de que todos esos cruces o confluencias presentan defectos de diseño que impiden el tránsito (agregando un mínimo de diez minutos de tiempo de viaje y de 50 milímetros de mercurio a la presión sanguínea) de los que nadie se hace cargo. Todo es demente, psicótico y culpabiliza al que conduce el vehículo. ¿A mí me descuentan puntos de mi licencia por exceso de velocidad? ¿Por qué no le descuentan puntos a los que diseñaron las autopistas? ¿Por qué no les descuentan puntos a los pelotudos que chocan (¡en una autopista!) por manejar mirando el celular o sacándose los mocos? Quiero decir: a quien choque en una autopista le deberían retirar para siempre el registro de conducir (en todo caso, una vez determinada la responsabilidad, cosa que las agencias de seguro hacen muy bien y muy rápido). Pero no: mejor descontarle puntos al distraído que se pasó una cámara porque el tráfico fluía y no tiene velocidad crucero en su auto. A los que chocan, nuestra simpatía. A quienes diseñan las autopistas, nuestro agradecimiento. Al gobierno, que no piensa invertir un peso en arreglar el desaguisado vial bonaerense, nuestro voto útil.
Otra intriga para el año venidero. ¿Volverá a existir el peronismo como fuerza? Sigue siendo un sentimiento (incomprensible), pero por ahora con forma de charco de agua estancada, que no desemboca, que no desemboca. Supongo que lo primero que tendrían que hacer los amigos peronistas es un examen de conciencia, un vendaval moral que les permita pensar más allá del clientelismo corrupto que ha dominado su práctica en los últimos lustros o décadas. Charlando con algunos de ellos compruebo que siguen naturalizando el mismo sistema que los llevó al colapso y al desmoronamiento. Sencillamente esperan que les vuelvan a dar plata (no importa de dónde salga) para repartir (irregularmente, desde ya) a los pobres, que somos todas.
Otra pregunta, o deseo (en italiano pregunta se dice domanda): ¿conseguiré vender mi casa del conurbano para irme a vivir a Mar del Plata, que es el destino de los locos que huyen, de los enemistados con el mundo, de los que ya no dan más, de los que quieren encerrarse a escribir?
Por Daniel Link para Perfil
La semana pasada me revelé como hipertenso. Antes, nunca me habían dicho antes que mi presión fuera alta. Desde que empecé a controlarme a diario, entré en estado de alarma. Fui a una guardia, donde me medicaron y me tuvieron en observación.
Por supuesto, yo ya sabía lo que iban a prescribirme: dosis diaria de Valsartán, en concentración creciente (empecé con la dosis más baja).
No estoy seguro, pero creo que el “estado de alarma” hace que me levante todavía más temprano. A las 6 de la mañana ya estoy tomándome la presión. Luego me preparo un desayuno frugal y ahora sin café porque he comprobado que la presión me sube luego de tomar una taza. Hasta que no haya normalizado mis índices, me parece una amenaza adicional. Siento (o imagino que siento) en todo el cuerpo los latidos de mi corazón asustado. Tomo mi dosis de Valsartán y me siento a leer en las noticias el ritmo de la decadencia argentina, que pocos comentadores miden en su justo alcance.
Un gobierno de muertos en vida, liquidados por su propias contradicciones, finge que hay futuro para su gestión, acelerada en estos días en los que la reina del fracaso, la Sra. Bullreich, pretende, no sé, ¿instalarse como candidata presidencial, de nuevo?
Del otro lado, una bandita de desesperados que se saben expulsados de la política por venir y unos canallitas sueltos que juntan las monedas que caen al suelo, como el mono del organillero.
Si es lunes, elijo tema para estas columnas y trato de escribir algo. El domingo pasado vi algunos fragmentos de Tron Ares, ese experimento fallido y deficitario que, una vez más, enfrenta al Mal absoluto y al Bien supremo en el territorio abstracto de la red, de donde salen soldados, cohortes, batallones, para pelearse en el mundo físico (durante 29 minutos, antes de deshacerse). Cada bando responde a una corporación: la del Mal sólo quiere fabricar soldados y armas de destrucción; la del Bien quiere hacer medicamentos, paliar el hambre, salvar a la humanidad. Como siempre, el Mal es Rojo y el Bien es Blanco.
Nuestro presente, en cambio, es gris oscuro, verdoso por la podredumbre. Me llamo a sosiego y me voy a duchar.
Por Daniel Link para Perfil
Sólo leo, a esta altura, los libros que publican mis amigos, de modo que mi selección nunca se corresponde con un diagnóstico.
La amistad es un vínculo imaginario y se sostiene apenas en algunas inclinaciones que a veces son imperceptibles, e incluso evanescentes. Cuando digo amigos me refiero a personas que no sólo respeto intelectualmente sino por las que siento alguna forma de afecto personal. Toda relación libresca, a final de cuentas, responde a esa misma lógica. Todos los años que leí a Kafka, ¿no lo hice como quien trata de entender los caprichos de alguien que quiere?
Libros que he leído últimamente: Pensar después de Gaza de Franco Berardi, un diagnóstico sombrío pero sumamente necesario de una de las mentes más lúcidas de Europa. Bifo cree, con una posición muy punk, que no hay futuro para la civilización después de que Gaza se convirtirera en una reproducción minuciosa del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau.
Oreja madre de Dani Zelko hace juego con el libro de Bifo. Habla de lo mismo desde una posición interior al ser judío. ¿Cómo se procesan la guerra y el exterminio cuando se es la coartada de esos procesos de aniquilación? Quisiera subrayar, sin embargo, otra cosa: lo bien escrito que está escrito el libro de Dani, lo que suma a su indagación conmovedora un plus de verdad. Ese libro está ahí para siempre.
Digo “bien escrito” y me doy cuenta de lo subjetivo de esa apreciación. Raúl Antelo me regala Modernismos múltiplos, su último libro en portugués. ¿Escribe bien Raúl? Su prosa está siempre trabajada como una joya de brillos enceguecedores. Las ideas de Raúl (sobre tradición y ruptura, sobre concepto e imagen, sobre modernidades y políticas), muy torsionadas por el dispositivo, son tantas y todas tan atractivas que dentro de cinco años apareceran en todos los libros de teoría que se publiquen (aunque los autores de esos libros pretendan negarlo).
La merma de María Moreno (desde ya, uno de sus libros mayores) también pone en escena la escritura, ese aferrarse ciego a lo único que importa: “Había sucedido una hecatombe y yo quería llegar al final de mi frase”. María cree que después del ACV su prosa perdió en calidad poética, visual (“excesos barrocos”) y que ha ganado en transparencia. Se equivoca: su prosa es más filosa que nunca, lo que la vuelve un arma todavía peligrosa. Ya no es culterana, pero sigue siendo barroca a la manera conceptista. Retuerce los conceptos, que se arrastran como personajes de Beckett, hasta volverlos irreconocibles.
Devoré Prueba de cámara de Andrés Di Tella, que es el cuento de su vida (o de una media vida suya). Está muy bien escrito y pone justamente a la amistad como un enigma imposible de resolver, o como un fracaso incomprensible. Las idas y vueltas del relato (así es la vida) permiten interrogar nuestros propios centros ciegos.
Yendo de Analía Couceyro es un prodigio inesperado. Ella lee e interpreta chats que lee en el transporte público, como un vicio del que trata de salirse. Por suerte, no lo consigue.