domingo, 5 de junio de 2005

Libros recibidos

Vivimos, se nos dice, en "sociedades poshumanistas" (Peter Sloterdijk). A la muerte de Dios y de los hombres habría que sumar el retiro de los sabios. Un poco por eso, la filosofía última se ha obligado a recorrer un largo camino hasta el comienzo de la humanitas clásica para ver qué fue lo que salió mal para que la "humanidad" se perdiera (casi con algarabía) en los hornos crematorios del Tercer Reich.
Giorgio Agamben ha propuesto que el campo de concentración (y no la ciudad) es el paradigma político de la modernidad. Para demostrar esa afirmación, se obligó a bucear en los antiguos archivos del derecho romano para encontrar allí la figura del Homo Sacer, un emblema en el que la soberanía, la ciudadanía y lo viviente se juegan de tal modo que bien puede considerársela el antecedente del "estado de excepción" que oprime como una pesadilla la teoría política moderna.
A su manera, Pascal Quignard, "el mejor escritor francés vivo", hace lo mismo. "¿Por qué, durante años, yo he escrito este libro?", se pregunta en El sexo y el espanto (Barcelona, minúscula, 2005, 244 págs., ISBN 84.95587.23.8). "Para afrontar este misterio: es el placer el que es puritano. El placer vuelve invisible lo que quiere ver. El goce arranca la visión de lo que el deseo solo había empezado a develar" (pág. 172). El "objeto" que Quignard se propone leer es un conjunto de imágenes arqueológicas (frescos, vasijas): las que fueron encontradas en las villas al mismo tiempo arrasadas y conservadas por el Vesubio en el año 79. Para comprender esas imágenes, Quignard debe definir el sistema léxico que sostiene la humanitas clásica, organizada, toda ella, alrededor del fascinus (lo que los griegos llamaban phallós, lo que se opone a la mentula, el sexo inerte). También desde su punto de vista fue inevitable que la humanitas del fascinus desembocara en el fascismo.
"Cuando los bordes de las civilizaciones se tocan y se superponen, se producen sacudidas" (pág. 9), escribe Quignard. "Uno de esos seísmos tuvo lugar en Occidente cuando el borde de la civilización griega tocó el borde de la civilización romana y el sistema de sus ritos: cuando la angustia erótica se convirtió en fascinatio y la risa erótica en el sarcasmo del lubridium" (pág. 9). La absorción de la "cosa griega" por parte de Roma fue, al mismo tiempo, una captura y una normalización. El segundo momento que en este relato habría que tener en cuenta es la absorción de Oriente por parte del Imperio: el cristianismo, que no sería, en la perspectiva del erudito francés (muy influido por las investigaciones de Paul Veyne, el amigo, colaborador y guía de Foucault en los laberintos de los textos clásicos), sino una vasta operación inmobiliaria que benefició a la matronas romanas, en primer término, y a los miembros de la secta del pez, en última instancia: "los cristianos no inventaron la moral cristiana, así como tampoco inventaron la lengua latina: adoptaron ambas como si se las hubiera prodigado Dios" (pág. 200). "La moral cristiana se apropió de la moral imperial pagana de los funcionarios, sumisa, reglamentada, paritaria, más igualitaria, autorreprimida, secreta, privada, fiel, casta, abstinente, es decir, amorosa, profeminista, antihomosexual, sentimental, velada" (pág. 235).
La República Romana todavía podía reconocer las instituciones griegas (aún con escándalo). El Imperio, por el contrario, ya ve el mundo con otros ojos. "Trato de comprender algo incomprensible: el traspaso del erotismo de los griegos a la Roma imperial. Esa mutación no ha sido pensada hasta ahora, no tanto por una razón que ignoro como por un temor que concibo. La metamorfosis del erotismo alegre y preciso de los griegos en melancolía aterrada tuvo lugar durante los cincuenta y seis años del reinado de Augusto, que reorganizó el mundo romano bajo la forma del imperio. Esa mutación tardó solo unos treinta años en imponerse (del año 18 aC al 14 dC)" (pág. 8-9). El cristianismo no fue más que una consecuencia de esa metamorfosis.
"De repente, aquella población obsesionada por el temor al rex, que había fundado la república, perdió el equilibrio. Rechazó la lucha civil fratricida (que era, sin embargo, el mito fundacional). Se precipitó (ruere, dice Tácito) a la servidumbre: otorgó el poder institucional más ilimitado en el espacio que podía concebirse (una hegemonía mundial, sin bloque contrario), el más solitario en cuanto a su ejercicio (liberando completamente a quien así era investido de las restricciones de las leyes que en adelante se imponían a los jefes de clanes ahora obsequiosos) a un solo hombre, sin modo de designación, sin regla de sucesión. Esto es lo que los modernos llaman el imperio, y que los antiguos llamaron el principado" (pág. 25). Para fundar el orden fascista, los funcionarios de Augusto debieron previamente (o al mismo tiempo) reemplazar la moral sexual de los griegos (organizada alrededor de la pederastía como ritual de socialización, como dispositivo de individuación y tecnología de subjetivación) por otra que condenaba la pasividad sexual (officium) como cosa de esclavos y no de hombres libres, que ponía la potencia del fascinus en el centro de la escena y que universalizaba el obsequium (la obediencia debida por los siervos a sus amos) a toda la ciudadanía.
Al final de su libro fascinante y luminoso (un clásico absoluto de los estudios clásicos desde el momento de su publicación en 1994, que ahora nos llega en nueva traducción de Ana Becciu, bastante después de que El cuenco de Plata republicara la edición pionera de Cuadernos del Litoral), Quignard resume su proyecto:
"He querido meditar sobre ocho particularidades propias a la percepción romana del mundo sexual: la fascinatio del fascinus, el lubridium inherente a los espectáculos romanos y a los libros de las satura, las metamorfosis bestiales y su contrario (las novelas de antropomorfosis), la multiplicación de los demonios y de los dioses intermediarios en la triple anacoresis epicúrea, estoica y cristiana, la mirada oblicua y luego postrada, la prohibición de la felación y de la pasividad, el taedium vitae que se vuelve acedia y, por último, la transformación de la castitas de las matronas republicanas en la continencia masculina de los anacoretas cristianos. Son todas esas palabras oscuras las que poco a poco se aclaran en el espanto.
"La visión de la representación más directa posible de la cópula humana procura una emoción siempre extrema de la que nos defendemos, ya sea mediante la risa salaz o mediante el estupor escandalizado.
"Los antiguos romanos, a partir del principado de Augusto, optaron por el terror.
"Fue un terremoto, cuya consecuencia fue más importante que la cristianización del Imperio, más importante que las invasiones de los siglos V y VI, que no alteraron fundamentalmente su naturaleza, más importante que el descubrimiento del Nuevo Mundo en el siglo XV: los americanos que en nuestros días viven allí, después de haber exterminado todo lo que era un obstáculo para su dominio, se siguen rigiendo por este sistema de infundir temor y se reproducen, en el vientre de sus esposas, acompañados de un terror que procede más de las togas blancas de los Padres del Senado que de las togas negras de los Padres cristianos que los reemplazaron en la curia. No era la Biblia lo que los Padres puritanos que desembarcaron en el valle del Ohio o que levantaron sus capillas de madera en la bahía de Massachusetts llevaban en su equipaje, sino más bien el taedium que Lucrecio desarrolla, el rencor que vemos en Séneca, la violencia indecente que leemos en Suetonio o que presentimos en Tácito, y que los llevaron a huir del antiguo mundo" (pág. 240).
Ahora que sabemos que ya nada podemos esperar de la humanitas clásica salvo la perpetuación del terror, y después de que esa misma humanitas demostró cuan lejos era capaz de llevar sus fantasías de exterminio, tal vez, tal vez, nos atrevamos a visitar "la cosa griega" nuevamente.

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