lunes, 15 de agosto de 2005

Estereoscopías: el eterno retorno de la misma figura

Por Raúl Antelo

Marcel Duchamp, el artista que más insistentemente rechazó la idea de la repetición, mostró también, paradojalmente, una notable fidelidad a un reducido número de temas, de modo tal que cada obra suya constituye una afirmación de las características de la comunidad a la que perteneció, sin dejar por ello de afirmar su intransferible singularidad.
Si nos atenemos a sus artilugios ópticos, sabemos que, desde 1918, Duchamp acentuó la dimensión visiva del Gran vidrio, tras haber compuesto, en Buenos Aires, su pequeño cristal, À regarder (l'autre côté du verre) d'un oeil, de près, pendant presque une heure (1918), hoy conservado en el MoMA. Poco después y en esta misma ciudad, concibió su Estereoscopia a mano (1918-1919). Como señaló Juan Antonio Ramirez, en ambos casos, queda clara una preocupación visceral por el punto de vista, ya que se trata de llevar al ojo, mediante el control de su posición, a una situación perceptiva y mental inusitada. Pero esa experiencia se repite también, con varios otros nombres, en la trayectoria artística posterior de Duchamp.


El rayo verde

La exposición Le Surréalisme en 1947, organizada por André Breton y Marcel Duchamp en la galería Maeght de Paris, fue sin duda el crepúsculo del surrealismo. Encargado de diseñar el catálogo, Duchamp produjo una serie de moldes de un seno femenino en espuma (modelados previamente, en yeso, sobre el cuerpo de su amante, la escultora brasileña Maria Martins) que, pintados manualemente por él y el artista americano Enrico Donati, recibieron un irónico título conativo, Se ruega tocar, inversión de las comunes placas que prohiben todo contacto. Tales prótesis son un ejemplo de ese desplazamiento de lo visivo a lo táctil que, además, recurre a materiales no convencionales, en busca de una experiencia infraleve.
Había, asimismo, en esa Exposición Internacional del Surrealismo, una "Sala de la lluvia", donde llovia permanentemente y en la que se veía una escultura de Maria Martins, apoyada sobre una mesa de billar. Enseguida, una "Sala de las Supersticiones", en forma de huevo (soñada por Duchamp como una "gruta blanca" y ejecutada luego por Frederick Kiesler como un espacio verde) con obras de Miró, Matta y Tanguy, entre otros.
Duchamp, que no viajó a Paris para el evento, le pidio a Kiesler, que, siguiendo sus instrucciones, montara en la "Sala de las Supersticiones" una obra llamada El rayo verde. Se trataba de un ojo de buey de no más de 30cm, practicado sobre una tela verde, a través del cual se veía una fotografia del cielo, superpuesta a otra del mar. La línea del horizonte era intermitentemente iluminada por la luz verde que emanaba de un tubo de neón. Se puede considerar que El rayo verde es un primer paso para su última y clandestina instalación, Dados, cuyo primer esbozo, de ese mismo año, se llama, sintomáticamente, Dados, Maria, la caída de agua y el gas de iluminación.

Kiesler había conocido a Duchamp en 1925 y llegó a escribir un encendido artículo sobre el Gran vidrio, al que calificaba de primera pintura radiográfica del espacio, al reunir escultura, pintura y arquitectura en una sola obra. (En sus Notas, Duchamp identifica los rayos X con lo infraleve). Según el artista alemán, en esa Gesamtkunstwerk, el vidrio fundía superficie y volumen o, para decirlo con la terminologia de Duchamp, apariencia y aparición. Con la misma lógica, al montar la "Sala de las Supersticiones", Kiesler no dudó en estar realizando él también una obra colectiva, lo que él llamaba un premier effort vers une continuité Architecture-Peinture-Sculpture. Para el montaje de El rayo verde, Kiesler dibujó incluso un detallado croquis, en que las fotos de cielo y mar se sostenían gracias a una lámina de gelatina, contenida entre dos vidrios. Al pie, Kiesler anotó: "Fusion de jaune et bleu par fixation. Hommage a Marcel".


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