Mi mamá había sido, en su infancia, todavía más pobre que yo durante la mía. Es más: ella ni siquiera pudo ir a la escuela secundaria porque su padre había abandonado el hogar y, siendo la segunda hija, ella y su hermana mayor fueron las encargadas de salir a trabajar para garantizar el sustento de la madre y los otros dos hermanos más pequeños.
Tan pobres eran esas niñas que, cuando querían jugar a maquillarse, frotaban contra sus mejillas hojas de higuera que les provocaban una urticaria instantánea que podían hacer pasar por colorete hasta que el dolor y los gritos de su madre las sacaban de la mímesis cinematográfica de la década del cuarenta. Lo más urgente, en la mentalidad de una mujer abandonada con su prole, fue casar a sus tres hijas mujeres cuanto antes. El varón, que ella pensaba reservar para sus ensueños edípicos, decidió por si mismo y un buen día se fue con una mujer que tenía dos nombres: el de su documento de identidad (que nadie en mi familia recuerda) y el de su profesión: Kathy, con k, con hache y con y griega.
Abandonada la primaria, mi mamá salió a trabajar con tan buena fortuna que pudo evitar el embrutecimiento del servicio doméstico. Nadie jamás me lo confirmó, pero sospecho que pudo aspirar a puestos laborales de mayor respetabilidad por la belleza total y completa que la caracterizaba cuando joven. El amante de mi abuela, a quien yo llamé durante muchos años el Nono Neistadt, sin saber que su vínculo conmigo era apenas un ejercicio de voluntad y de hipocresía familiar, le consiguió a mi madre una posición en una casa proveedora de telas al por mayor en la ciudad de Córdoba, con la que él tenía relaciones profesionales. De turco en turco, mi madre fue haciéndose un camino profesional gracias a la generosidad del amante de su madre, al mismo tiempo que crecía y se volvía cada vez más bella, hasta llegar a parecerse a una estrella italiana de cine en su época dorada. Tenía pretendientes, claro. Ella decidió responder a los requiebros de un empleado de una estación de servicio por la que pasaba diariamente rumbo a su trabajo y al volver a su casa. Su madre, mi abuela, objetaba esa relación no sólo porque esperaba de sus hijas un destino mejor sino porque el muchacho era simpatizante del partido comunista y le llenaba a mi mamá la cabeza con ideas raras, de acuerdo con las cuales la pobreza y los pobres eran especies que debían protegerse (o cosa semejante), lo que ofendía los anhelos de progreso social que en la familia circulaban como el mate cocido cotidiano.
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