viernes, 4 de marzo de 2011

K Forever

Por Daniel Link para Perfil


Muammar Khadafi ha dicho: “Todo mi pueblo me ama”, y la frase es conmovedora en más de un sentido, pero sobre todo en la asimetría que evoca.

Una concepción del poder es, naturalmente, siempre solidaria de una concepción de las masas, de sus potencias y de sus incapacidades.

Khadafi, y así lo entienden quienes en los últimos días han salido a respaldarlo, Fidel Castro y Hugo Chávez entre muchos, es un líder cuyo sentido se encuentra en un más allá de las instituciones (que son, por definición, la sepultura del amor y de lo vivo).

La concepción del poder que se deduce de una figuración de si tan atada al amor es necesariamente vitalicia y, aún, trascendental (el amor puede sostenerse más allá de la muerte, y está bien que así sea).

Cuarenta, cincuenta, mil años de amor dan la dimensión de un liderazgo necesario para conducir a las masas a través de los odiosos laberintos de la política imperial y resguardarla de sus propios deseos (porque las masas no tienen deseos propios y se equivocan permanentemente al dejarse encantar por los cantos sirenaicos).

Sí, Khadafi, en nombre de ese amor (del que él ahora es sólo el objeto: habría dejado de amar, aún cuando siga siendo amado), retomó la lucha anticolonial contra la Italia fascista para enfrentar una monarquía decadente y probritánica. Sí, Khadafi desmanteló, en nombre de ese amor, las bases militares de la OTAN en Libia. Sí, Khadafi desprecia las instituciones en favor de la vida (a la que protege como un padre diligente que vigila con qué monstruos chatean sus hijos). Sí, Khadafi piensa la vida como milicia (las doscientas vírgenes asesinas que lo guardan lo subrayan) porque (como han señalado sus pares latinoamericanos) hay “guerra civil” y esa guerra compromete a las formas de vida: las delimita, las coloca en situación de exterminio o de proliferación (según sean las fuerzas que triunfen en cada una de las batallas).

Pero, entonces, si tan inmenso y tan totalitario es el amor y tan intenso y tan continuo han sido los cuidados que se dispensaron los amantes, ¿qué fue lo que pasó y por qué Libia es hoy una herida abierta en el costado de la Historia?

No siendo un "experto" en política internacional contemporánea ni un orientalista convencido (porque me repugnan las posiciones imperialistas y eurocéntricas) trato de contestarme esa pregunta sin caer en las habituales simplificaciones al uso.

Karl Marx, de quien nadie podría sospechar complacencia para con los intereses de los estados líderes del capitalismo, llevó hasta sus últimas consecuencias la concepción romántica y mesiánico-redentora del capitalismo cuando señaló: “Inglaterra tiene que cumplir una doble misión en la India, una destructiva y la otra regeneradora: aniquilar la sociedad asiática y establecer los fundamentos de la sociedad occidental en Asia”. Para sostener una pespectiva tan penosa tuvo que usar en sus argumentaciones colectividades anónimas, totalizaciones abstractas parecidas a las que, ayer nomás, esgrimieron los paladines de la democracia (no en vano Alexandre Kojève dijo que los Estados Unidos eran el marxismo triunfante).

Los pesimistas presienten que lo que vendrá después de Khadafi será un protectorado norteamericano o un estado islámico puesto bajo los efectos alucinatorios de Al Qaeda, que la “revolución libia” se resolverá una vez que se entreguen los últimos chorros de gas y de petróleo a la explotación de la cara más vil del Imperio (los capitales norteamericanos, ingleses, holandeses e israelíes).

No es extraño que esas posiciones se dejen llevar por la melancolía del amor perdido y al hacerlo ignoren que las multinacionales del gas y del petróleo ya estaban operando en Libia, para beneficio de Khadafi, y que la casta militar de protectores del pueblo se reveló, con el correr del tiempo, tan decadente y corrupta como la monarquía que vino a suplantar o, dicho en los términos que Khadafi ha puesto a circular: que el amor está herido fatalmente de un componente narcisista.

La situación es penosa: Khadafi se ha (o ha sido) colocado en el lugar del muerto que habla, y los chacales se aproximan lentamente para devorar sus restos.

Nadie sabe qué piensan, qué desean, qué dicen los insurrectos. Sólo nos queda esperar que sitúen el amor popular en un sitial tan alto como su predecesor y que en su horizonte esté la felicidad de todos y cualquiera. No es tan importante saber quién va a ganar esta guerra, sino quién puede perderla.

El “amor de todo mi pueblo”, con certeza, empezó a escurrírsele a Khadafi al intentar perpetuarse en el poder.

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