Por Daniel Link para Perfil
Ariana Harwicz anduvo merodeando con
diferentes formatos (dramático, narrativo) hasta que fue capturada
por la forma novela y entregó Matate, amor, un texto de una
intensidad unánimemente reconocida que propone una reflexión sobre
la feminidad y los dispositivos de captura de la figura “Mujer”
(el matrimonio, la maternidad, la histerización, la psiquiatría, la
muerte).
Érica Rivas leyó el texto y quiso
llevarlo a la escena. Trabajó junto con Harwicz y con Marilú Marini
en la adaptación. Lo que quedó de ese trabajo de poda y
acomodamiento no es un espectáculo teatral. Es una lección altísima
de dramaturgia y un pensamiento sobre el teatro como hace mucho no se
veía en Buenos Aires.
Matate, amor, con dirección
escénica de Marilú Marini y diseño de movimiento de Diana
Szeinblum puede verse a partir de ayer en el espacio Santos 4040 (la
dirección es Santos Dumont, a esa altura).
Lo que hace Érica Rivas (con ayuda de
Marilú y Diana) es tan asombroso que no alcanzan las palabras para
describirlo y uno querría poder recurrir al aullido, al grito, como
Érica sobre el escenario, para estar a la altura. Mejor es no
intentarlo, porque su altura de actuación da vértigo.
Se supone que actuar es poner el cuerpo
y la voz al servicio de un texto. Lo que hace Érica no es eso: pone
su cuerpo y su voz (y arrastra al texto con ella) al servicio de un
pensamiento que involucra los mismos temas de la novela que ha
inspirado este experimento pero sobre todo: un pensamiento sobre el
teatro. ¿Qué es poner el cuerpo? ¿Qué es encarnar un parlamento?
¿Qué son la escena y el público? ¿Qué es la mímesis y qué son
la sensación, el tiempo, el movimiento? Todas esas preguntas, que
uno creía que los ejercicios más canónicos de teatro (siempre
oscilantes entre Brecht y Artaud) ya habían codificado y contestado
para siempre, vuelven de la mano de Érica, Marilú y Diana como un
viento que arrasa toda mansa certidumbre.
Por ejemplo: Érica entra y sale del
personaje cuando quiere. Si se le da la gana, pide al sonidista que
ponga tal aullido o se asombra de un cambio de luces. Pide letra a la
apuntadora. Todo sin abandonar las cotas de emoción que su personaje
desquiciado necesita. Si le han indicado un momento de lubricidad, lo
llevará a un límite insoportable, pero al mismo tiempo controlará
su peinado y la caída de la ropa que viste.
La
meditación Matate, amor se juega en olas incongruentes
de identificación y distancia.
La metamorfosis de Érica sobre el
escenario le permite no sólo pasar del llanto a la risa en la misma
frase, sino que más de una vez su cara y su cuerpo se transforman
(son otros). Se mueve con tal comodidad a través de un texto muchas
veces insostenible que uno cree estar soñando. Pero lo que pasa ahí
es real, es Lo Real. Y ese misterio nos llena de dicha y nos
pone a pensar.
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