Ha
pasado el invierno entero sin que nos diéramos cuenta. Ahora, cuando
debería retirarse del todo, el mal tiempo se nos ha desplomado sobre
la cabeza. Al malhumor social se suma el malhumor climático. Aunque
ya casi no hablamos de la pandemia, porque es imposible decir nada en
un campo dominado por el fanatismo religioso, nos preguntamos, cada
tanto, cómo
empezó todo.
Los
más memoriosos recordarán la crisis ecológica que se viene
gestando desde hace varias décadas: adelgazamiento de la capa de
ozono, recalentamiento global, emisiones de CO2, deforestación,
derretimiento de los hielos polares, incendios forestales
descontrolados, antropoceno, extraccionismo y, finalmente, peste.
La
Tierra canta su elegía para un estilo de vida suicida y en estos
días suma, para nosotros, el chirrido de la sudestada al crepitar de
las llamas en medio mundo.
Mientras
en todas partes los grandes conglomerados urbanos comienzan a
vaciarse: la gente huye del hacinamiento y se muda a los suburbios.
Quienes tienen algún ahorro compran casas en “las afueras” y los
que no tienen nada usurpan tierras privadas o públicas (4.300
hectáreas en la Provincia de Buenos Aires, dicen).
Lo
intolerable es que la nueva relación con la tierra se produzca a los
tumbos, según el capricho o el hambre de cada uno (cuando no
interviene la mala fe de funcionarios), fuera de todo pacto
ambiental, mientras los fanáticos del Parlamento (completamente
desconectados de la realidad) se entregan a sus disputas babilónicas
sobre la Ley abstracta.
Ya
está escrito en el Génesis
(5: 5-7), mis amigos: “al ver que en la tierra crecía la maldad
del hombre y que toda su actitud era siempre perversa, se arrepintió
de haber creado al hombre en la tierra, y le pesó de corazón. Y
dijo: «Borraré de la superficie de la tierra al hombre que he
creado»”.
Sabido
es que Noé consiguió una prórroga. No es verosímil que merezcamos
una segunda.
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