sábado, 26 de junio de 2021

O inventamos o erramos

por Daniel Link para Perfil

Y de pronto, el dedo tieso de la segadora toca los corazones y los paraliza. Odio las necrológicas y los elogios fúnebres. El domingo, Juan Forn murió de un infarto y el martes Horacio González cedió al abrazo de la peste.

No hace falta cometer la torpeza de fingirse amigo de ellos para lamentar sus muertes.

Llorar a los otros es llorar la propia soledad porque cada vez que alguien muere nos quedamos atónitos ante la falta de interlocución, de complicidad, de disidencia.

Cuando alguien de la generación previa a la nuestra desaparece nos sentimos abandonados a nuestra suerte y a nuestra ignorancia. Y cuando alguien de nuestra propia generación nos deja es como que una puerta queda abierta para que los vientos entren y se lleven todo por delante. Queda un lugar vacante, una herida que tal vez nunca termine de cerrar.

Yo me había reservado, para esta semana, la historia de ese semi dios escandinavo que cayó muerto en el campo de combate para resucitar después de un cuarto de hora.

Pero nuestros muertos no son como Christian Dannemann Eriksen. Los nuestros se van del todo y para siempre y nos obligan a revivirlos de otro modo.

Lo que hay que hacer es encarnizarse en el empeño de sostener una mirada sobre todo lo que hicieron y el modo en que definieron el presente nuestro, cada uno desde su lugar, que no necesariamente coincide con el propio.

Y transmitir a quienes nos sucedan la obligación no de ver el mundo a través de los ojos de ellos sino de ver en lo que inventaron la posibilidad del salto hacia un futuro.

Juan Forn inventó, entre otras cosas, una literatura argentina que antes de la colección Biblioteca del Sur no sólo no existía sino que era insospechable. Horacio González nos regaló versiones memorables de nuestro pasado cultural, político, estético e ideológico.

Sé que la divisa de Simón Rodríguez que titula esta nota le gustaba a Horacio, pero a Juan también le sentaba.

 

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